sábado, 2 de julio de 2016

El Bosco y Alonso de Fonseca. La obsesión medieval por el mundo apocalíptico




El Bosco. Detalle de El jardín de las Delicias

La pasada semana tuve la gozosa oportunidad de visitar la extraordinaria exposición monográfica sobre el Bosco que, con motivo del V Centenario de su muerte, ha organizado el Museo del Prado. Siempre me ha cautivado la enigmática pintura del genial artista flamenco, más aún desde que fuera alumno del profesor Santiago Sebastián quien, siguiendo la estela de los estudios de Erwin Panofsky, nos enseñó a ver la obra de arte más allá de las formas, adentrándonos igualmente en el mundo de las significaciones. Porque no cabe duda de que su obra es el mejor campo de pruebas para todo aquel que quiera ejercitarse en la búsqueda de lo simbólico en el arte, en el descubrimiento de las conexiones históricas, literarias, religiosas o de pensamiento que explican su misma construcción. Y esta es, como se ha dicho, una ocasión irrepetible para sumergirse en ese espectacular imaginario de uno de los pintores más fascinantes de toda la historia del arte universal.

La oportunidad y la importancia de la muestra explican la desbordante expectación suscitada y la masiva respuesta del público, lo que, por paradójico que resulte, empañan la excelencia que pudiera alcanzar la visita a esta exposición. Porque el silencio es el lugar más propicio para los enigmas, para dejarte atrapar por ellos, y es imposible que esto surja en medio de la multitud. A pesar de la dispuesta limitación de aforo, los vigilantes no daban abasto a implorar un silencio inviable ante el delirante asombro colectivo que provoca la observación de las obras de Jheronimus Bosch.

No obstante, y a pesar de sufrir algún que otro codazo, siempre es un placer contemplar de cerca ese abigarrado y refulgente mundo expuesto por nuestro autor, cargado de fantasía y simbolismo, rayando en la extravagancia onírica e inquietante en su profusión de iconografía demoniaca. La presencia de la astrología, el folklore, la brujería o la alquimia en los temas morales o religiosos es de tal riqueza y originalidad que puede producir desasosiego cualquier intento de ligera interpretación. No me extraña que Felipe II tuviera pesadillas ante El Jardín de las Delicias, ni que volviera a ver el misterioso perro que aún alimenta la leyenda del monasterio de San Lorenzo de El Escorial, pues sus seres fabulosos y monstruosos aún sorprenden incluso a los vacunados por el surrealismo del siglo XX.

Pero existe una motivación personal más en mi interés relacionada con esa patética imagen del hombre medieval que subyace en su obra y que él elevó al transmutarla en arte. Como historiador y novelista no tengo más remedio que rendir un homenaje permanente a quien de manera tan sugerente nos informa sobre la vida y el pensamiento de los hombres de su tiempo, atrapados en ese determinismo profético y apocalíptico, que les promete la liberación tras el sufrimiento y la catástrofe en la que viven. Como ocurría en Castilla y los reinos hispanos durante la Edad Media, Europa está presa de una obsesiva preocupación por el fin de los tiempos, que creían próximo ante tanta desolación provocada por guerras, epidemias, hambre y toda suerte de opresión.