Como
ya hiciera en Navidad, les hago partícipes de un pasaje de mi novela inédita La Salamandra Púrpura, en el que el
protagonista Alonso de Fonseca pasa el Carnaval de 1468 en su castillo de Alaejos,
donde tiene «custodiada» a la reina Juana de Portugal, esposa de Enrique IV.
Que Fonseca pasó ese año las fiestas de Carnaval con la reina en su castillo es
una realidad histórica, constatada documentalmente. El cómo las pasó ya
pertenece a la ficción literaria, aunque les advierto que no he forzado
demasiado la imaginación, dada la conocida «devoción» del arzobispo por la
reina y la frivolidad de ésta. Dice así:
«… los buenos oficios de Fonseca siguieron conquistando lealtades en nombre de ciudades y títulos; la palabra guerra comenzó a perder valor y en el seno de las Hermandades de las grandes ciudades rebrotó el fervor monárquico a favor del rey Enrique. Ante este panorama más halagüeño, el rey decidió pasar las fiestas de Carnaval, a celebrar entre el 28 de febrero y el 2 de marzo, en Guadalupe, mientras que Fonseca, obsesionado y aduciendo su responsabilidad como custodio, prefirió dar una vuelta de nuevo por Alaejos y comprobar por él mismo el estado de ánimo de la reina Juana.
Su obcecación por la reina era tan evidente que se convirtió en motivo de chanza entre los nobles, e incluso el propio rey hacía comentarios jocosos que sacaban de quicio a Fonseca: «¡jamás vi un carcelero con tanto ardor por vigilar a su presa!», le comentó entre risas al comunicarle que no le acompañaba a Guadalupe. Sus más leales colaboradores se atrevían a pedirle templanza, rebatiendo siempre Fonseca con crudeza sus bien intencionados comentarios. Alfonso de Herrera incluso le trasladó la crítica oída a unos aldeanos que no comprendían cómo un prelado corría tras las faldas de la reina, estando éste además de luto. «Por eso la alejé de Coca, que es donde está más presente el duelo por mi hermano», alegó inconsecuente; llegando a tonos mayores en las discusiones con Zenón. Un día, próximos ya a la cárcel fortaleza y a falta de justificaciones, Fonseca ponderaba su admiración por la belleza como la causa de muchas de sus incomprensibles actuaciones. Discurría con sofismas y sutilezas filosóficas acerca de su percepción de la belleza, inseparable del riesgo, cuando le interrumpió Zenón bruscamente:
—¡Acuérdese excelencia del mito de Ícaro!
—¡Últimamente has dejado de mirar a tus céfiros, y sólo recurres a los dioses paganos! ¡Sí, yo también he leído a Ovidio y te digo que Ícaro fue un inconsciente, al no darse cuenta que el sol derretía la cera con la que iban unidas las plumas de sus alas! ¡¿Qué tiene que ver eso conmigo, maldito brujo?!
—Sólo le digo, excelencia, que el muchacho cretense pagó con su muerte la osadía de querer acercarse al sol, y son muchos los hombres que en su afán de hacer suya la belleza inalcanzable repiten su amargo destino.