sábado, 6 de febrero de 2016

1468. El Carnaval de Fonseca y la reina Juana en Alaejos


Como ya hiciera en Navidad, les hago partícipes de un pasaje de mi novela inédita La Salamandra Púrpura, en el que el protagonista Alonso de Fonseca pasa el Carnaval de 1468 en su castillo de Alaejos, donde tiene «custodiada» a la reina Juana de Portugal, esposa de Enrique IV. Que Fonseca pasó ese año las fiestas de Carnaval con la reina en su castillo es una realidad histórica, constatada documentalmente. El cómo las pasó ya pertenece a la ficción literaria, aunque les advierto que no he forzado demasiado la imaginación, dada la conocida «devoción» del arzobispo por la reina y la frivolidad de ésta. Dice así:
 
Testimonio gráfico del castillo de Alaejos, del que no quedan restos en la actualidad

«… los buenos oficios de Fonseca siguieron conquistando lealtades en nombre de ciudades y títulos; la palabra guerra comenzó a perder valor y en el seno de las Hermandades de las grandes ciudades rebrotó el fervor monárquico a favor del rey Enrique. Ante este panorama más halagüeño, el rey decidió pasar las fiestas de Carnaval, a celebrar entre el 28 de febrero y el 2 de marzo, en Guadalupe, mientras que Fonseca, obsesionado y aduciendo su responsabilidad como custodio, prefirió dar una vuelta de nuevo por Alaejos y comprobar por él mismo el estado de ánimo de la reina Juana.

Su obcecación por la reina era tan evidente que se convirtió en motivo de chanza entre los nobles, e incluso el propio rey hacía comentarios jocosos que sacaban de quicio a Fonseca: «¡jamás vi un carcelero con tanto ardor por vigilar a su presa!», le comentó entre risas al comunicarle que no le acompañaba a Guadalupe. Sus más leales colaboradores se atrevían a pedirle templanza, rebatiendo siempre Fonseca con crudeza sus bien intencionados comentarios. Alfonso de Herrera incluso le trasladó la crítica oída a unos aldeanos que no comprendían cómo un prelado corría tras las faldas de la reina, estando éste además de luto. «Por eso la alejé de Coca, que es donde está más presente el duelo por mi hermano», alegó inconsecuente; llegando a tonos mayores en las discusiones con Zenón. Un día, próximos ya a la cárcel fortaleza y a falta de justificaciones, Fonseca ponderaba su admiración por la belleza como la causa de muchas de sus incomprensibles actuaciones. Discurría con sofismas y sutilezas filosóficas acerca de su percepción de la belleza, inseparable del riesgo, cuando le interrumpió Zenón bruscamente:
—¡Acuérdese excelencia del mito de Ícaro!
—¡Últimamente has dejado de mirar a tus céfiros, y sólo recurres a los dioses paganos! ¡Sí, yo también he leído a Ovidio y te digo que Ícaro fue un inconsciente, al no darse cuenta que el sol derretía la cera con la que iban unidas las plumas de sus alas! ¡¿Qué tiene que ver eso conmigo, maldito brujo?!
—Sólo le digo, excelencia, que el muchacho cretense pagó con su muerte la osadía de querer acercarse al sol, y son muchos los hombres que en su afán de hacer suya la belleza inalcanzable repiten su amargo destino.
Juana de Portugal
Fonseca no respondió, sumiéndose en un profundo silencio. Zenón lo había descolocado con su alegoría y pensaba si tendría razón al decirle de una vez por todas que la reina era inalcanzable, que era un objeto de deseo en cuyo empeño podía perderlo todo, incluso su propia vida. Los fantasmas de la superstición sobrevolaron entonces sobre su cabeza, pero reaccionó con mayor vigor aún para espantarlos de su mente, decidiendo perseverar en su porfía, especialmente estos días de Carnaval tan propicios por naturaleza para la transgresión y para todo lo relacionado con el insólito atrevimiento.

Y con estos bríos llegó de nuevo Fonseca a la fortaleza de Alaejos una fría mañana de finales del mes de febrero, emponzoñada por los vientos del norte. Salió a recibirlo su sobrino Pedro de Castilla, sonriente, con su cara despejada y su melena al viento, quien le informó del estado de los preparativos para la celebración del Carnaval, de acuerdo a sus disposiciones.
—¿La reina?
—Bien, excelencia. Algo angustiada por la agria despedida en su última estancia, pero deseosa de compensar a su excelencia.

La reina y sus damas esperaban dentro, en el salón de recepciones, al amor de la gran lumbre que chisporroteaba al fondo de la estancia. La reina se levantó diligente y serena, en vivo contraste con sus damas que parecían vivir ya el nerviosismo propio de quien se prepara para entrar en el paranoico estado carnavalesco. Como siempre, el arzobispo impidió que la reina le besara las manos, cogiéndoselas él con viva emoción.
—Excelencia, quisiera disculparme…
—Ya es suficiente, mi reina —interrumpió Fonseca, dulcificando su voz—. Lejos de mí el sentirme agraviado por cualquier comportamiento de su majestad. Soy su más devoto vasallo y sólo aspiro a servirle y procurarle la felicidad que se merece.

Los días previos al «Domingo Gordo», Fonseca y la reina participaron de las fiestas populares que se desarrollaron en la plaza del pueblo. Era una ocasión única de mostrar a los suyos su enorme prestigio, exhibiendo a la reina junto a él, costeando además los gastos de los festejos, invitando al pueblo a beber el vino de su propia bodega y repartiendo personalmente cientos de hornazos elaborados en el castillo. Y, sometiéndose a ese rito cíclico, hundido en el misterio de los tiempos, aceptó dócil y festivamente las coplillas burlescas que surgían entre la atronadora algarabía de los panderos y que tenían a la reina y a él como destinatarios. Pero todo fue como una especie de ensayo para el día grande de Carnaval, el «Domingo Gordo». Todo el pueblo en la calle, disfrazados, sintiéndose unos animales, otros monstruos o espíritus nefando, pero todos abigarrados en una enajenación colectiva, que vibraba con la risa, la carcajada, la obscena violación de toda norma social establecida.

Por la noche, en el castillo todos ansiaban el comienzo del gran baile y banquete de máscaras, para el que se habían estado preparando con sigilo y dar así la sorpresa con los falsos semblantes, con los que pretendían ser temidos, admirados o deseados. Fonseca eligió un jubón azul deslumbrante y unas calzas amarillas, también estridentes, cubriéndose el rostro con una cabeza de lobo cuyas fauces estaban prestas para devorar a su captura. Los músicos ambientaban la aleatoria y jubilosa entrada en el salón de los invitados, los cuales, tras un primer momento de duda, eran fácilmente reconocibles. La bonhomía que desprendía un corpachón disfrazado de pollo, descubría a Herrera, del mismo modo que la hierática severidad escondida en un niño con alas revelaba a Zenón, que había querido participar de la fiesta con el alegórico y mitológico anatema lanzado a su señor. Pero la sorpresa llegó con la aparición de la reina y sus tres damas, todas cubiertas con tiras de pieles, dejando entrever sus piernas y sus pechos, tras un gran escote que les llegaba a la cintura, enmascaradas con agresivas cabezas de leopardo. Para mayor desconcierto, todas llevaban un lunar en la parte interior de sus pechos derechos, como era natural en la reina. Pero a Fonseca no le confundieron: descartó de inmediato a Felipa de Acuña, por ser más alta, pero de las tres restantes, identificó rápidamente a la reina por su manera de andar. Aunque fingiera con sus bailes y contoneos, Fonseca tenía asimilado sus andares etéreos desde el primer día que la vio, y nada podía confundirlo. El arzobispo se sumó a la fiesta, bailando y pegando su cuerpo a cuanta dama se le pusiera a tiro, pero sin dejar de mirar de reojo las evoluciones de aquella gata salvaje que había identificado como su codiciado botín. Pedro de Castilla, grotescamente disfrazado de oso, rondaba a la reina como si su oficio no se hubiera alterado con la subversión carnavalesca, con la molestia para Fonseca que no veía el momento adecuado para realizar su abordaje.

La desenfrenada noche avanzaba provocando inexorables deserciones en el salón. Bien por el exceso etílico, bien como corolario de la exuberancia pasional, progresivamente iba menguando el personal que quedaba en pie. Los hachones y candeleros rendían igualmente su vigor flameando doradas sombras donde apenas brillaban ya las joyas y oropeles. Pero la reina refulgía aún para Fonseca, que no pudo refrenar la excitación que vibraba dentro de su cuerpo. Cuando estaba cerca de ella, se quitó la careta, la cogió por la cintura y la atrajo hacia él como queriendo poseerla; pero ella se zafó y siguió contoneándose, provocándole con sensuales movimientos felinos. Fonseca casi pierde el equilibrio de la terrible atracción que sentía hacia ella, hasta que de nuevo la pudo abrazar, hundiendo su rostro entre sus pechos. La reina le acarició la nuca con suaves dedos y el arzobispo tembló de estremecimiento.
—No sé si se confunde, excelencia. Soy Ana Coello, no la reina, si es a quien pretende —le susurró doña Juana, jugando al equívoco.
—No puede estar confundido quien encuentra el cielo que buscaba —respondió Fonseca, mirando ahora con ansiedad aquella máscara que no se atrevía a arrancar—. Levantemos el puente que nos separa: es Carnaval, todo está permitido… ¡¿Qué importan coronas y capelos?!
—Mañana no podríamos vivir con la congoja del arrepentimiento.
—¿Qué importa mañana? —insistió quejumbroso el arzobispo; pero la reina se zafó nuevamente y, amparándose en las sombras, salió del salón.

Fonseca la buscó ansioso y excitado, pero no la encontró. Derrotado, entró en su habitación y se dejó caer en la cama, palpitando aún y con un sabor agridulce en sus labios. Extasiado en sus pensamientos y sin poder conciliar el sueño, el chillido de los goznes de su puerta le sacó de su alucinación. El día luchaba ya por desterrar las tinieblas y una silueta de mujer se dibujó ante él.
—¡¿Doña Juana?! —exclamó con vehemencia.
La mujer siguió avanzando y se tumbó junto a él, abrazándolo.
—¡¿Quién eres?!
—Soy Felipa.
—¿Acaso te manda doña Juana?
—No excelencia, vengo por propia iniciativa con la intención de apagar el fuego que ha avivado mi señora.

Fonseca, atónito, se dejó llevar, dando rienda suelta al deseo físico y desbocado que aplacara su ansiedad.

El arzobispo continuó durante un tiempo en Alaejos, realizando si acaso pequeños desplazamientos motivados por su misión diplomática, pero siempre volvía a la fortaleza donde había establecido su base de operaciones. Y, aunque tiempo de abstinencia cuaresmal, fueron muchas las noches que recibía la visita compensatoria de Felipa, incluso a veces acompañada por las otras dos damas, Ana Coello e Isabel de Tabara. Tras acostar a la reina, sus damas buscaban el aposento de Fonseca como el mejor remedio al oficial tedio penitencial, divirtiéndose con sus chanzas y ocurrencias, finalizando el juego casi siempre con los cuerpos desnudos, tumbados y entrelazados, dándose a sí mismos y como regalo la satisfacción de sus primitivos apetitos.

A la reina, en cambio, después del Carnaval se le vio vivir en un continuo desasosiego, como si alguna incógnita inquietud se hubiera apoderado de ella. A veces, sin causa aparente, tenía explosiones de irritabilidad, maltratando al servicio, incomodando a sus damas y preocupando a todos los responsables de su seguridad y bienestar. En otras ocasiones, estando realizando plácidamente algunas de sus labores, repentinamente salía de su estancia como un torbellino y, burlando todas las vigilancias, corría a caballo rompiendo el viento con la cara, como a ella le gustaba decir. Más de una vez, tras salir la guardia y Pedro de Castilla en su persecución, la vieron tumbarse bajo los árboles, sin importarle el frío ni la humedad, como si quisiera hundirse en la misma tierra».

5 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Gracias, eso quisiera saber yo. El escritor propone y las editoriales disponen...

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  2. Magnífico relato D. Luís Enrique, en el que se insertan unos personajes como actores principales de los muchos que ocuparon nuestra historia nacional, y que en su tiempo ya existieron.
    Los cuales seguramente sino con esas palabras, fue con otras casi iguales, pero seguro que pensaron de forma parecida a como Vd. dice.
    La realeza de las diferentes coronas de la época visigoda que emprendieron la reconquista de lo que luego fue España, de la mano de unos adelantados de la cultura y de la Fe como fueron los representantes de aquella Iglesia Católica en aquellos duros tiempos.
    Las encomiendas, los prioratos y señoríos haciendo de primera línea ante la pujanza de una cultura árabe llegada de la otra orilla del mar Mediterráneo, que se asentó en nuestra Córdoba querida como su centro primero.
    Una cultura que por cierto está ahí mismo, según miramos desde Tarifa.
    ..."Las huestes de D. Rodrigo desmayaban y huían cuando en la octava batalla sus enemigos vencían..."
    Personas de carne y hueso hombres y mujeres de aquellos siglos agarrados a sus tierras y a un credo, que los utilizaban como el único recurso firme e incuestionable al que agarrarse para sobrevivir sin perder su identidad.
    La Fe en Cristo llevada por la Iglesia de aquellos hombres rudos como escudo, pica o banderín de enganche.
    Hoy querido D. Luís, a otra escala si se quiere, casi se puede decir que seguimos estando igual, y ahí se ve la brillante actualidad de relato.
    Incluso a nivel del requiebro carnal que Vd. tan bien describe en la figura de Fonseca.
    La Marca Hispánica del Imperio Carolingio asentada bajo la falda de los montes Pirineos sigue existiendo ahí, matizada con otros tintes edulcorados de nuevas culturas y avances.
    Puede que los representantes de la Iglesia de hoy no tengan que guerrear en la frontera en defensa de las tierras reconquistadas, ni cobrar los diezmos de las cosechas a los pobladores de aquella España despoblada arremolinada alrededor de castillos, conventos, monasterios y de iglesias, perseguidos por el hambre, las guerras y las enfermedades.
    Pero la inquietud en el alma de los hombres y mujeres de hoy es la misma, según podemos ver en cuanto hojeamos las páginas de un diario.
    Con la curiosidad de que pisamos el mismo suelo por donde, y en realidad no hace tanto apenas cinco o seis siglos, aquellas otras personas escribieron el futuro que hoy tenemos.
    Mis felicitaciones D. Luís Enrique por el magnífico trabajo llevado a cabo al socaire de la novela histórica, con el que se nos acercan unos personajes de otras épocas, que si no fuera así, casi seguro que hoy nadie repasaría, salvo las personas estudiosas.

    Un saludo entrañable.
    Juan Martín.







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    1. Joder, Luis Enrique: pese a mi actual estado de decaimiento por motivos ya conocidos tu relato, tan ilustrado, ameno y pelín picante, ha conseguido levantarme el ánimo y alegrarme las pajarillas.

      Los curas nos han tenido engañados: de haber sabido yo lo de las orgías y otras picardías clericales hubiese continuado en el seminario y llegado a Cardenal, lo menos.

      Un abrazo.

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  3. Hola Luis Enrique.
    Hace muy poquitos meses que entré en contacto con este blog. He leído todos escritos con mucho interés.
    Espero que muy pronto vea la luz esa novela histórica.
    Desde aquí te mando un abrazo enorme que espero pode darte en Baena.

    Manolo Jurado.

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