domingo, 6 de marzo de 2016

Nuestros Refugiados. El drama de 1939


Soldados cruzando los Pirineos


No cabe duda de que el tema de los refugiados es una dramática realidad cuya dimensión golpea tenaz e inexorablemente el muro de la cultura actual de la indiferencia. El solidario enunciado de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 14.1, que proclama que “en caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país”, ha quedado en eso, en mero enunciado. La Convención de las Naciones Unidas sobre el Estatuto de los Refugiados, del 28 de julio de 1951, marcó un hito en la elaboración de las normas relativas al trato debido a los refugiados, definiendo los conceptos fundamentales del régimen de protección de los mismos, afrontando las consecuencias de la II Guerra Mundial en Europa, y expresando la firme voluntad de la comunidad mundial de velar por la persecución y la desolación de los años de guerra. Quedan muy lejos esos orígenes humanitarios y el problema de los refugiados ha ido creciendo de manera exponencial, alcanzando tal dimensión que supera la capacidad de los Estados para afrontar la situación. La mayoría de nosotros vemos, desde el confort de nuestro salón, las escenas de horror, de sufrimiento y de muerte de tantas personas —niños, jóvenes y ancianos— que huyen aterrados, dejándolo todo atrás en una lucha tenaz por la supervivencia, encontrando generalmente el rechazo y la hostilidad de los países que consideraban su tabla de salvación. Algunos, sin embargo, han reaccionado con gestos de heroísmo solidario, alistándose como voluntarios en aquellas fronteras donde el drama humano es dantesco. Otros, se deciden a colaborar en los movimientos de acción humanitaria que surgen por doquier. Pero la inmensa mayoría nos contentamos con horrorizarnos, para a continuación y rápidamente justificar con la impotencia esa molesta interpelación ética que la situación nos provoca.

La lejanía relaja siempre todo tipo de compromiso; pero en este caso nos olvidamos de que no está tan lejos el problema, pues las riberas del Mediterráneo casi se tocan por algunos lados y, sobre todo, se olvida o se desconoce que nosotros, los españoles, también padecimos la crueldad del éxodo masivo, de la fuga forzada en busca de refugio, tras la caída de Barcelona en el invierno de 1939. Por todo ello, en estos momentos en los que día a día nos asaltan las imágenes de esa lucha por la supervivencia, bien en las peligrosas travesías, bien en los inmundos campos fronterizos, recuerdo con viveza los relatos de mi suegro, Santiago Álvarez de Sotomayor Gámiz, que padeció aquella infausta desventura.

Cuando lo conocí cursaba yo los últimos años de mi licenciatura en Historia y, lógicamente, tenía una ávida curiosidad por conocer toda clase de avatares en torno a su experiencia durante la Guerra Civil española. Aunque lucentino, le sorprendió el inicio de la contienda en su periodo de formación en Madrid, siendo movilizado y alistado en la 1ª Brigada Mixta del Ejército Popular de la República, también conocida como Brigada Líster, con la que participó en las principales batallas que tuvieron lugar durante la conflagración. Seseña, Guadalajara, Brunete o el Ebro eran sus jalones de guerra, que narraba con una naturalidad casi jovial, por no decir festiva. Acostumbrado a la amargura con la que mi padre —que vio con trece años cómo sacaban de su casa a su padre para no volver a verlo— nos había hablado siempre de la guerra, no podía salir de mi asombro. Me preguntaba cómo un hombre que había sido protagonista, aunque anónimo, de los enfrentamientos más virulentos y desgarradores de la fratricida contienda, de la que había quedando además estigmatizado con una secuela física de por vida, podía divertirse rememorando sus tiempos de guerra. Muchos de los pasajes que describía Santiago me recordaron al soldado Švejk, protagonista de la novela satírica del checo Jaroslav Hašek, que narra sus peripecias, algunas disparatadas, durante la I Guerra Mundial. Y ese mismo tono cómico e hilarante de sus relatos lo reconocí en la película de Berlanga, La Vaquilla.

En términos puramente psiquiátricos puede explicarse este comportamiento por la reacción colectiva anormal de toda guerra, que altera las formas sociales de conducta, máxime en un joven sin ataduras familiares, jovial por naturaleza y atractivo —medía 1,92 en aquellos tiempos— que vive al límite porque no sabe si verá la luz de un nuevo día. Pero esa faz divertida y risueña de su guerra se tornaba triste y sombría al llegar al momento de la huida, cuando en el invierno del 39 trataron de alcanzar el paso fronterizo con Francia en esas largas columnas de hombres, mujeres y niños que arrastraban por el barro y la nieve el escaso hálito de dignidad que les quedaba. Era el único episodio en el que, durante su narración, veía sus ojos acuosos y la profunda tristeza en la que se sumía perduraba largo tiempo, ya concluido su relato. Jamás en su larga vida le oí decir tacos o juramentar, pero cuando recordaba aquello sí se le escapaba algún que otro «Malditos…», en referencia a los franceses. «Cuando llegué a la frontera —me contaba—, los gendarmes me quitaron mis botas y me dieron unas alpargatas rotas. Me quitaron mi cazadora de cuero y me dieron a cambio una manta raída. Separaron a las mujeres de los hombres, aunque estuvieran casados, y a los niños de sus padres, y nos metieron en un campo de concentración en una playa, cercada por una alambrada y rodeada de soldados argelinos a caballo. Nos trataron peor que a los animales: sin barracones donde refugiarnos del frío de la lluvia, sin comida ni bebida. Teníamos que dormir amontonados y cubiertos de arena, y el único agua que bebíamos era la que sacábamos escavando en la arena». Era el campo de concentración de Argelès-sur-Mer, donde se concentraron más de 100.000 españoles en tales condiciones que alarmaron al conocido fotógrafo Robert Capa, que lo visitó en marzo de 1939. Su desgarradora descripción coincide en muchos de sus términos a la que me hiciera mi suegro:

«…un infierno sobre la arena: los hombres allí sobreviven bajo tiendas de fortuna y chozas de paja que ofrecen una miserable protección contra la arena y el viento. Para coronar todo ello, no hay agua potable, sino el agua salobre extraída de agujeros cavados en la arena».

Refugiados españoles llegando al campo de concentración
Pero además, a Santiago se le quebraba la voz cuando empeoraba la epidemia de tifus y disentería que se extendió por aquella playa de muerte: «cada mañana que lograba salir y levantarme de aquel repugnante montón de cuerpos, había un muerto a mi lado. Por eso decidí escaparme…». Y así lo hizo, a pesar de estar custodiados por gendarmes y tropas coloniales a caballo: una noche, junto con un gallego y un asturiano —a los que añoraría toda su vida—, saltaron las alambradas, sortearon los tiroteos y volvieron a cruzar los Pirineos evitando las carreteras, con la dificultad añadida de que mi suegro se dislocó una cadera en la huida. Pero nada les importó, porque corrían no en busca de la libertad, incierta tanto a un lado como al otro, sino en busca de la dignidad perdida. «Cualquier cosa que nos hubiera pasado —me decía—, era mejor que vivir y morir de aquella manera».

No, no está el drama de los refugiados tan lejos ni en el tiempo ni en el espacio. Estoy seguro de que algún día este éxodo de la vergüenza llegará también a España y espero que el recuerdo de aquella desesperada huida de españoles a Francia nos sirva de estímulo para dar la respuesta solidaria, humanitaria y digna que esta pobre gente se merece.

1 comentario:

  1. Sr. D. Luís Enrique, el tema de hoy es de una dureza tal que nos deja sin palabras, pues nos sitúa ante el espejo de nuestras propias contradicciones como personas y como la sociedad culta y civilizada que decimos ser.
    La realidad de la muerte de personas que huyen de las bombas, de la destrucción de sus ciudades y de sus medios de vida, es un hecho cierto que vemos en los medios y en los reportajes de la TV.
    Hombres, mujeres y niños que se montan en una barca hinchable arriesgando la vida a sabiendas, atravesando el mar hacia un destino incierto.
    Para escapar como sea de las bombas y del terror, que supone el estar impotentes ante una pared de frontón sin salida, en donde unos u otros van lanzando la muerte en una partida de guerra que no piensa en quienes están con sus familias viviendo en sus casas allí.
    O indiferentes al menos, daños colaterales dicen.
    La muerte de forma horrible y brutal como alternativa, a la destrucción que no pueden impedir las leyes internacionales.
    El cáncer del fanatismo que no se detiene ante nada, comiendo todo lo que se le pone delante y la solución de cortar por lo sano, amputando.
    Y lo sano son las vidas de inocentes que se pierden de forma inmisericorde.
    Sin que nuestros adelantos técnicos, legales o morales sirvan para parar la hemorragia de desesperación, de dolor y muerte.
    Bloqueados aquí nosotros en nuestra sociedad ordenada y limpia, por el riesgo que supone tomar partido y contaminarnos del mismo mal en Occidente ante un virus altamente letal.
    El odio irracional desencadenado como en otras épocas de la historia, como consecuencia de una vida basada en logros mercantiles inmediatos que pasan la factura, y que están por encima de derechos y morales que se comprimen como muelles dentro del sentir de las personas.
    Haciendo saltar la bestia que llevamos todo el mundo dentro dormida, a base de capas de cultura y de normas establecidas que hoy pasan inadvertidas.
    Incumplidas.
    El drama de nuestra guerra civil fue solo un anticipo como tantos otros, en donde se desnudó nuestra conciencia humana para dejarnos al descubierto lo que somos las personas llegado el caso.
    Perdida la prudencia y la honradez en el día a día, por no limpiar a tiempo el suelo que pisamos, y de aquellos lodos hoy se nos queda el agua al cuello.
    Dejando escapar el grito cavernario como aullidos de lobo, que retumban en los cerros helados de las montañas marcando el territorio.
    Diciendo bien a las claras que terrenos son intocables para cualquier otro que se atreva a traspasar los límites, con los colmillos al aire.
    A los españoles en Argeles-s-Mer o Collioure les pasó otro tanto, y allí han quedado los recuerdos escritos de aquel drama.
    Hoy se sigue repitiendo el hecho desesperado de quienes huyen de las bombas buscando una playa salvadora que no llega, aun estando cubiertos de leyes y de normas para las personas, hombres mujeres y criaturas pequeñas.
    Que ya no llegarán nunca, mientras miramos las noticias.

    Un abrazo.
    Juan Martín.



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