Corrida de Toros 1934. Oleo de Pablo Picasso (Col.Washington) |
Con el comienzo de la temporada taurina vuelve a renacer la controversia entre los taurinos y antitaurinos, sobre la conveniencia de prohibirlas o, por el contrario, apoyarlas. Y, en consecuencia, surgen de nuevo las manifestaciones de uno y otro signo en medio de una incomprensible confusión. Para algunos pudiera parecer que esto es propio de la modernidad, de la incongruencia o anacronismo de una fiesta con animales a estas alturas, bien entrados ya en el siglo XXI. Pero este fenómeno ha sido una constante en la historia, encontrándonos además en ella la paradoja de la unión en la ambigüedad sobre la Fiesta de los Toros a la Iglesia, la Izquierda ideológica y la misma monarquía española. Aunque hoy, quien más ruido y significación provoca en este tema son los partidos políticos denominados progresistas, como gráficamente recogió el País —nada sospechoso, por tanto— en su artículo del 31 de julio del pasado año, que tituló “La izquierda entra como un miura en la fiesta de los toros”, en referencia a la pretensión de “cortar la coleta a la tradición taurina” de los grupos de izquierda que se incorporaron a los municipios tras las últimas elecciones. Sin embargo, el mismo articulista, destaca la multitud de incoherencias ideológicas y ambigüedades de los partidos, según estén en una comunidad favorable a la fiesta o no, llegándose a preguntar por el motivo real de esta moda de la izquierda política.
Pero como digo, las diatribas y ambigüedades han perseguido a la fiesta desde sus propios inicios, pues ya en el siglo XIII —fue en la Edad Media donde se empieza a generalizar las fiestas con toros—, en las Partidas de Alfonso X se asoman ciertas limitaciones, especialmente para el clero al que se le prohibe su asistencia por no ser esos espectáculos acordes con su estado. Poco caso le hicieron los curas al rey Sabio, pues no hubo corrida en pueblos y ciudades sin la asistencia de los curas, prelados y hasta cabildos en pleno, como en Sevilla donde no empezaban las corridas de la mañana hasta que el Cabildo de la Catedral no terminaba el coro. Tendría que llegar la Bula "De Salute Gregis" de San Pío V, promulgada el 1 de noviembre de 1567, para que la cosa se pusiera un poco más seria, pues, entre otras cosas, decía que “Considerando Nos despacio lo muy opuesto de tales exhibiciones a la piedad y caridad cristianas, y deseando que estos espectáculos tan torpes y cruentos, más de demonios que de hombres, queden abolidos en los pueblos cristianos, prohibimos bajo pena de excomunión, "ipso facto incurrenda", a todos sus partícipes, cualquiera que sea su dignidad, lo mismo eclesiástica que laical, regia o imperial el que permitan estas fiestas de toros. Si alguno muriera en el coso, quede sin sepultura eclesiástica. También prohibimos a los clérigos, tanto seculares como regulares, bajo pena de excomunión, el que presencien tales espectáculos. Anulamos todas las obligaciones, juramentos y votos de correr toros, hechos en honor de los santos o de determinadas festividades…”.
La excomunión la levantaría su sucesor Gregorio XIII en 1575, con la bula Exponis nobis, pero dejando ésta exclusivamente para los clérigos que asistieran a las corridas de toros. Sixto V vuelve a poner en vigor la bula de Pío V, siendo Clemente VIII, en 1596, quien mediante la bula Suscepti numeris indulta de condenas y anatemas a los participantes de las corridas de toros. La rebeldía y la polémica, sin embargo, fue una constante entre teólogos y moralistas, destacándose en tiempos de Felipe II Fray Antonio de Córdoba, fiel defensor de los toros, como también la prestigiosa escuela salmanticense, lo que provoca que a finales del siglo XVII, Inocencio XI recordara las prohibiciones papales. Como reflejo de esta extravagancia, nos encontramos con la celebración de la canonización de Santo Tomás de Villanueva (1658) con varias corridas de toros cuando durante su vida (1486-1555) fue un furibundo detractor de las corridas, como nos cuenta Juan Manuel Albendea, quedando como baldón este truculento anatema: “…¿Quién tolerará esta bestial y diabólica usanza?… no sólo pecáis mortalmente, sino que sois homicidas y deudores delante de Dios en el día del juicio de tanta sangre violentamente vertida”.
Los jesuitas, por lo general, fueron partidarios de los toros como lo evidencia el hecho de que en el elitista colegio de San Luis Gonzaga de El Puerto de Santa María (el colegio de Juan Ramón Jiménez, Alberti o Villalón), durante la época de la Restauración, sus alumnos practicaban como deporte o gimnasia, además de equitación, esgrima, patines o fútbol (antes incluso de fundarse el Recreativo de Huelva), toreo de salón. Y no en vano el mejor tratado en defensa de la legitimidad moral de la Fiesta, ya en pleno siglo XX, es la del jesuita P.Julián Pereda con su libro “Los toros. Ante la Iglesia y la Moral”.
En el ámbito civil, a pesar de la influencia social de la Iglesia, las prohibiciones tuvieron en principio poca trascendencia. Felipe II se opuso a la bula originaria y todos los Austrias fueron fieles defensores de la tradición española. El cambio vino con los Borbones que, fruto de su barniz ilustrado, aborrecían “las bárbaras costumbres españolas”. Felipe V en 1704 prohibe las corridas en Madrid y sus alrededores, prohibición que confirma Fernando VI en 1754. Disposiciones parecidas dictan Carlos III y Carlos IV, siendo la más importante la Real Pragmática Sanción de 1785, por la que prohíbe “las fiestas de toros de muerte en todos los pueblos del Reyno, a excepción de los en que hubiere concesión perpetua o temporal con destino público de sus productos útil o piadoso…”. Pese a todo, las corridas seguían celebrándose, siendo necesarias nuevas disposiciones del mismo Carlos III y de Carlos IV, quien las prohíbe sin excepción en todo el reino. Pero tal era la fuerza de la costumbre y de la afición que, de una manera u otra, seguían celebrándose, como ocurrió en Córdoba en tiempos de este último rey, teniendo que ser el obispo Agustín de Ayestarán y Landa (el mismo que cerró el teatro en Córdoba) quien denunciara la situación, obligando al Real Consejo a hacer cumplir las órdenes de prohibición.
José I Bonaparte, en su breve reinado, quiso congraciarse con el pueblo español favoreciendo las corridas, en clara contradicción con los monarcas de la dinastía borbónica. El siglo XIX se caracterizó por la tolerancia, salpicada únicamente por algunas tentativas antitaurinas como la ocurrida en las Cortes de Cádiz, protagonizada por el diputado por Murcia y sacerdote Simón López, al que le contesta defendiendo la Fiesta —quién se lo podría imaginar hoy— el diputado catalán Antonio Capmany. Las bodas y coronaciones reales se celebraban con corridas y es notoria la afición de Isabel II, la pasión taurina de la castiza Isabel de Borbón, conocida como “La Chata”, así como la afición de don Juan Carlos y su madre doña María de las Mercedes. Pero creo que veremos poco a Felipe V en los toros —ya lo hizo en la Feria de San Isidro del pasado año— y menos nos imaginamos a doña Letizia con mantilla en el palco real de Las Ventas.
Cartel de la última corrida de la Monumental de Barcelona, diseñado por Miquel Barceló |
La izquierda política, lógicamente, ha tenido un menor desarrollo histórico salvo que veamos sus precedentes en aquellos ilustrados que luchaba contra “las bárbaras tradiciones”, o las incipientes sociedades protectoras de animales, como la que en 1875 pidió en Cádiz que se suspendiera la corrida prevista para celebrar el enlace matrimonial de Alfonso XII con María Cristina de Austria. Por ello, para encontrar las primeras acciones o manifestaciones “ideológicas” en contra de la Fiesta debemos irnos hasta la II República. La Orden de prohibición decretada entonces tuvo escaso recorrido (1931-1932), pero sí fue abundante el periodo en activismo mediático. En las hemerotecas no encontraremos un órgano de expresión de izquierda que no se afane en la cruzada antitaurina, como ocurrió en Córdoba con el radical semanario Ágora. La Voz del pueblo los sábados, que incluso llegó a pedir la clausura del Club Guerrita. De ahí hasta la situación actual en la que proliferan estos nuevos conversos prohibicionistas entre los políticos de izquierda, cuando durante estos últimos treinta años hemos visto los burladeros de callejón repletos de munícipes. Hoy la izquierda tiene pocas referencias intelectuales antitaurinas, si exceptuamos a Umbral, Saramago y pocos más; sin embargo la página de los taurinos de ese mismo signo está plagada de “aficionados”. Sólo tenemos que ver lo que representó el toro en la obra de Picasso, o para García Lorca, quien, con independencia del monumento poético a la muerte de Sánchez Mejías, dijo sin empacho que “los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo”. De Alberti es conocida su vocación taurina, ya desde aquellos años de colegial en San Luis Gonzaga, e incluso llegó a hacer el paseíllo alguna vez en la cuadrilla de Sánchez Mejías. No comprendo cómo la izquierda, en estos momentos de escasa ideologización, no bebe de esas fuentes para siquiera centrar una opinión o posición coherente, pues el manantial del que dispone es inagotable. Y un ejemplo puede ser suficiente: Enrique Tierno Galván, escribió un extraordinario ensayo titulado “Los toros, acontecimiento nacional”, editado por Turner en 1988, de obligada lectura para aquellos que tengan lógicas dudas acerca de la fiesta. Considera a ésta como el signo y testimonio de una específica concepción del mundo, que ha servido para educar social y políticamente al pueblo, hasta el punto de que si el español se adapta al sentido espectacular de la cultura moderna y “el acontecimiento taurino llegue a ser para los españoles simple espectáculo, los fundamentos de España en cuanto nación se habrán transformado. Si algún día el español fuere o no fuere a los toros con el mismo talante con que va o no va al “cine”, en los Pirineos, umbral de la Península, habría que poner este sentido epitafio: “Aquí yace Tauridia”; es decir, España.”
La Iglesia, afortunadamente, se ha retirado de la polémica y últimamente se ven pocos curas en los tendidos, salvo el caso de Córdoba, donde era proverbial ver al cura Castillejo en contrabarrera, costumbre que heredó su sucesor en la presidencia de Cajasur, Santiago Gómez, hoy obispo auxiliar de Sevilla. Pero esos no estaban allí ni por curas ni por aficionados sino por el trastorno de identidad que padecían y que, antes de manifestarse como curas, preferían exhibir su preeminencia y éxito social. Los políticos se siguen viendo, aunque en menos proporción, tanto de una ideología como otra. Pedro Sánchez ha manifestado que “nunca se le verá en una corrida de toros” y de los reyes actuales ya hemos visto que tampoco se puede esperar gran cosa. La ambigüedad es la triste historia de esta costumbre, genuinamente española, pero que ya no sirve ni para unir a los pueblos de España. Yo fui aficionado un tiempo y ahora estoy en la abstención —como en tantas cosas, abocado por el desengaño—, pero no en la indiferencia. Respeto la libertad y no soporto la demagogia con la que tanto manosean este asunto, sigo disfrutando con la belleza de los textos de Bergamín —"El arte de torear / se ve, se oye y se entiende / cuando es música estelar”— y pienso que la Fiesta forma parte indisoluble de nuestra cultura, de nuestra forma de ser y de sentir. En estos momentos creo que no se sostiene la opinión de Américo Castro, cuando decía que la fiesta, además de espectáculo, es un “símbolo del vivir como riesgo absoluto frente a un destino amenazador, sólo conjurable mediante heroicas destrezas…”; pero no hace mucho tiempo que era acertada.
Cuando tuve que escribir y rememorar a los toreros cordobeses de los años sesenta del pasado siglo, no pude olvidar que pertenecieron a una Córdoba y a una provincia en la que abundaba la desesperanza, teñida más de negro que de blanco. Era la época en la que nuestros pueblos se vaciaban con el desgarro de la emigración y, en este contexto, ellos, los toreros, volvieron a ser símbolos de los propios anhelos y aspiraciones de una sociedad que, ante la adversidad, “se levantaba sin mirarse” para volver de nuevo al reto continuo de vivir. Eran los únicos, los toreros, los que “prolongaban el sentido del rito bajo el sol, en una auténtica liturgia”, como diría Álvarez de Miranda.
Pero hoy, me temo que la prevención de Tierno Galván se haga realidad y la Fiesta camine fatalmente hacia el abismo del mero espectáculo que domina nuestra sociedad. Puede que nosotros no lo veamos, pero de este modo no tardará el día en el que el toro quede para exhibirlo en los zoológicos o para recontarlos en las reservas públicas naturales, con un costo mucho mayor que el de la conservación del lince en Andalucía, que ya nos cuesta lo suyo.
Admirable, amigo Luis Enrique, tu manera de adentrarnos en los entresijos históricos de cosas de tanta actualidad e interés.
ResponderEliminarY que conste que yo me siento anti-fiesta (no anti taurino, no me gusta el término) porque sufro con el sufrimiento de los demás, incluidos los animales. Y sobre todo con hacer espectáculo de ese sufrimiento. Espero que este comentario no llegue a la vista de mi amigo Ramiro, jajaja.
He de confesar sin empacho respetado Luís Enrique, que llevo días esperando su artículo mensual, al que nos estamos acostumbrando todos los seguidores de este foro, es como pequeño vicio.
ResponderEliminarY el tema taurino de hoy me ha cogido un poco a contra pie por lo que lleva de controvertido y lo espinoso del asunto en nuestro país, pero que si Vd. me lo permite, quisiera apuntarle mi opinión al respecto.
Acabo de leer un libro que relata la primera parte de la vida del emperador Trajano, un emperador de Sevilla, que ejerció de la mano de su padre, primero como militar y luego como legado en la frontera norte del Rin y el Danubio en tiempos del emperador Vespasiano, fundador del gran circo romano de los Flavios, en los años setenta D.C.
En ese libro llamado Los asesinos del emperador, se describen como eran las luchas de gladiadores allá por la primera centuria de nuestra era cristiana, y la muerte de los reos devorados por las fieras.
Como un espectáculo popular muy solicitado.
Y la verdad es que impresiona un poco, yo personalmente sentí escalofríos en una visita turística al circo romano de Nìmes mirando las piedras de las gradas y los pasadizos del recinto.
En España los cosos taurinos me recuerdan bastante la arena del circo romano, tanto en la forma como en los fines, la lucha con riesgo de muerte como un divertimento, que aparte de poesía, pone los pelos de punta.
Desde el mismo paseíllo inicial, mirando al tendido y a las autoridades que autorizan pañuelo en mano al son de las fanfarrias.
Los emperadores romanos utilizaban el circo como una forma de congraciarse con la plebe, al verse aclamados con vítores:...¡Caesar!¡Caesar!¡Caesar!...
Y la sangre de quienes se presentaban:¡..Ave Caesar, murituri te salutan!.
Era todo puro márketing, pero en carreta.
No hay nada nuevo bajo el cielo Sr. Luís Enrique, es triste reconocerlo, pero así es. Y hoy día nuestros ínclitos próceres y políticos no van a ser menos a la hora de buscar ese reconocimiento, bebiendo de las mismas fuentes.
Incluida nuestra respetada Iglesia Católica de la mano de alguna de sus muy ilustres jerarquías que han querido figurar más allá de los claustros.
Participando del espectáculo de encerrar a un hombre con un animal bravo y noble, cruzado genéticamente las castas de forma intencionada para que embista el engaño.
Y luego, a veces manipulado para que pierda su fuerza el día de la prueba o yerre en su ataque, con sus defensas disminuidas o limadas.
Según dicen algunas lenguas conocedoras de los entresijos del mundillo.
Mal para el animal, que una vez en la arena, a veces se cae en cuanto da dos pasos, cosa incomprensible en una bestia de quinientos kilos de músculos, que en la dehesa corre como un gamo.
Se pierde hasta la poesía del momento o la belleza de la oda ensalzadora cuando se está jugando con ventaja.
Con dos víctimas en el ruedo.
Y un público, hoy muy disminuido en general, vociferante y borracho de fiesta y de jolgorio siguiendo el lance con un:..¡Ay!...¡Ay!.. en la garganta.
Si el toro le mete un varetazo en el muslo al torero y lo voltea por el aire como un muñeco de trapo.
¡Que lo ha pillado! Con cara de espanto los subalternos.
Y la fanfarria arremete con fuerza un pasodoble flamenco cuando entre toda la cuadrilla recogen al maestro y éste como ofendido los aparta ya repuesto, y andando despacio, sacando el pecho, arqueados los brazos encara al morlaco, citándolo en el centro de la plaza.
Llevando despacio la muleta adelante y atrás al compás de la música marcando el tiempo con un contoneo musical.
Paso a paso, mirándose a los ojos la bestia y el hombre torero con la gladio escondida bajo el paño escarlata.
Buscándose la muerte uno y otro, como premio de los gritos de las gradas y el beneplácito de las dignas autoridades.
Mientras suenan los acordes cadenciosos de un pasodoble español.
¡¡César, César, César!!. Y el Emperador extendido el brazo con el puño cerrado mirando al pueblo, hacía caso al rugido de la plebe que pedía a gritos: ¡¡¡¡Muerte, Muerte, Muerte!!!
Y marcaba con el pulgar hacia abajo el destino de aquel pobre desgraciado.
He de pedir disculpas Sr. Luis Enrique por salir de estampida marchándome a la francesa, pero el espacio se me quedó corto borrando el final y el timbre de la puerta me obligó a salir pitando sin ni siquiera despedirme.
ResponderEliminarQuiero enmendarlo diciendo, si Vd. me lo permite, que aunque nuestro pasado es historia, no por ello debemos secundarlo o repetirlo por obligación.
Construyendo en el presente el edificio social de nuestra realidad en la parte que nos toca, como personas conscientes que tenemos la suerte de aprender de lo hecho en el pasado, y mejorarlo si podemos desde nuestra inteligencia.
Desde la óptica de la cultura y la moral, que nos enaltece como personas, que nos fuimos alejando poco a poco de la caverna de la ignorancia a lo largo de los miles de años de evolución.
En el presente la fiesta de los toros parece que representa un rescoldo de aquel pasado cruel, donde el premio final era la muerte de unos esclavos sin derechos, o de animales cazados para divertimento de las masas.
Como los toros hoy, un espectáculo y un negocio con riesgo de muerte para las personas, y que a veces es sufragado desde instancias que se sostienen con dinero público.
Sin pedir opinión democrática, amparándose en una tradición que no se refleja en la mayoría de casos con una demanda social clara o con una asistencia de público y de medios mayoritaria.
Gracias por su artículo y por permitirnos a quienes le seguimos dar nuestra opinión en este foro.
Un saludo entrañable.
Juan Martín.