jueves, 26 de mayo de 2016

¿En qué momento se había jodido Andalucía?






 

Sé, ciertamente, que la pregunta no es muy original; pero no puedo evitarla mientras disfruto hojeando la preciosa joya bibliográfica que tengo entre manos: El nuevo Atlas Universal abreviado o nuevo compendio de lo más curioso de la Geografía Universal, Política, y Histórica, según el presente estado del Mundo…, que Francisco Giustiniani publicó en 1755, como reedición y actualización del editado en 1739. Sentir bajo tus manos la piel momificada de su encuadernación, percibir ese aroma almizcleño, evanescente de siglos, cuando lo abres, oír su queja cuando pasas sus páginas…; todo es un placer para los sentidos la lectura de un libro antiguo. Te puede sorprender el nivel de conocimientos de aquella época, al igual que te provoca una sonrisa la ingenuidad de algunas observaciones, o te conduce al escepticismo en determinados terrenos, como cuando enfático pone en boca de Carlos V aquello de “para hablar con Dios hay que hacerlo en español”, o puede abocarte a la añoranza, como fue mi caso al leer la opinión que le merece nuestra región, hegemónica entonces: “La Andaluzía tenía en tiempo pasado el título de Reyno, es una de las más fértiles Provincias de España, se crece en ella bastante trigo, y una cantidad de excelentes frutos, y los más suaves azeites, los mejores vinos, y los más hermosos caballos del Reyno”, dice de entrada y antes de pormenorizar en la descripción de los distintos territorios de nuestra Comunidad, en los que incide en esa supremacía. Y no puedo impedir que me sienta como Santiago Zavala, el protagonista de la novela de Vargas Llosa, al contemplar la realidad actual, sumida aún en la postración —jodida, en expresión llosiana—, de la que no acabamos de salir. Porque no hacen falta muchos datos para avalar este aserto. Basta mirar sin pasión —amor, en la novela— hacia esa gran avenida que es Andalucía y veremos esos edificios sociales desiguales y descoloridos, los esqueletos infinitos de la cola del paro flotando en la neblina, y percibiremos ese mediodía gris de tanta desesperanza. Nuestro interrogante nace, pues, del desconcierto y el pesimismo que genera la incomprensión de nuestra realidad, cuando no hace tanto “fuimos los primeros en todo y a lo largo de la historia —como recientemente dijo mi profesor Cuenca Toribio— bajamos desde la pirámide hasta la base”.

martes, 3 de mayo de 2016

La Córdoba tolerante, o la revisión del mito





El tópico acerca del tema de las tres culturas y de la tolerancia sigue estando de permanente actualidad a pesar de su dimensión popular, adquirida hace ya un tiempo. Pero quizás no esté de más revisar el fenómeno de los tópicos porque —como decía Unamuno—, es la mejor manera de eludir su maleficio. De ahí que no venga mal, aunque sea tarde, el reciente congreso organizado por la Universidad de Córdoba bajo el tema “Córdoba, ciudad de encuentro y diálogo”, pues, aunque en principio nos pudiera parecer que el congreso refuerza la imagen icónica de la ciudad, sus resultados científicos tienden a poner la cosas en su sitio. Y me quejo de la tardanza porque, ciertamente, la comunidad científica, y especialmente la Universidad cordobesa, ha mirado con frecuencia para otro lado siempre que arreciaban los vientos apologistas de la cultura islámica en su tarea de mistificación de al-Andalus.

Los años 80 fueron fecundos en esta tarea constructora. Con motivo del XII Centenario de la Mezquita de Córdoba (1985-86) se proclamó hasta la saciedad el mensaje de la tolerancia de la Córdoba musulmana, convirtiéndose la ciudad —por esos méritos históricos que se le atribuyen— en símbolo indiscutible de entendimiento y diálogo interreligioso. Nadie le discutió el título, ni en las aulas ni en los medios de comunicación, y el mito fue creciendo de manera inconmensurable. Fiel exponente de esta corriente sería la celebración del Encuentro Internacional Abrahámico, en 1987, bajo los auspicios del Ayuntamiento comunista y dirigido por el filósofo francés Roger Garaudy, convertido al islamismo, quien proclamaba que Córdoba debía “volver a ser el punto de concentración permanente de las tres familias espirituales de tradición abrahámica: judía, cristiana y musulmana”. Y, en este contexto, no puedo dejar de evocar mi intervención de entonces como espontáneo, aunque fuera a la fuerza.