Quizás
consideremos lejana la polémica surgida en las playas francesas sobre la
legalidad o no de utilizar ese característico traje de baño de las mujeres
musulmanas, pero cuando acontece ante tus ojos los hechos, las formas y las
maneras sucedidos este verano en mi urbanización, es difícil quedarse
indiferente. Lleva unos años ocurriendo, pero no lo había visto hasta este
verano, finalizado ya el mes de Ramadán. Una familia árabe, que por sus signos
externos debe ser acomodada, disfruta habitualmente de la piscina ofreciendo
siempre la misma estampa: el marido y los tres niños en bañador pasan la mayor
parte del tiempo dentro del agua, nadando, saltando y brincando, mientras que
la mujer, de poco más de cuarenta años, permanece fuera del agua, sentada en el
filo de una tumbona, completamente vestida y sin el menor atisbo de relajación,
dejando al sol únicamente su cara, sus manos y sus pies.
Pero
aquella mañana, para mi sorpresa y mientras observo el vivo contraste existente
entre el pleno regocijo del padre y los niños —explicitado en continuos gritos
de júbilo— con la inexpresiva fijeza de la mirada de la madre, veo que esta se
levanta sigilosa, se dirige hacia las escalerillas y se mete en el agua sin hacer
ruido, para quedarse quieta en un rincón, sumergida hasta el cuello, sin apenas
mover los pies o los brazos. Nadie de los que presenciamos la escena,
nacionales o extranjeros, dijo nada; pero todos los que estaban en el agua
comenzaron a salirse como si se hubieran puesto de acuerdo, dejando solos en la
piscina a la familia musulmana. Al poco tiempo, no sé si por el cansancio de
los niños o por percibir la violenta soledad —lo que es más improbable—, se
salieron todos, dirigiéndose el padre y los niños a las tumbonas, a la vez que
la madre, con la ropa empapada, se sentaba acurrucada y aterida en unas
escaleras al sol, alejada de la zona de hamacas
y con la vista inalterablemente puesta en su prole. Al momento apareció
por allí otra mujer de más edad, rigurosamente ataviada con sus típicas ropas
talares —el niqab— llevando en una bandeja el refrigerio para los niños y el
padre, ante la silenciosa indolencia de la joven y ensopada esposa.
Sin
entrar en el debate sobre el derecho a estos usos, entre otras cosas por las
dificultades de interpretación de las costumbres islámicas desde las categorías
occidentales, no cabe duda de que la escena presenciada es la viva imagen de la
sumisión y la desigualdad de la mujer en pleno siglo XXI, por mucho que se apele
a la supuesta “libertad de elección” o se quiera justificar incluso con
tratados de ontología islámica. Es —desde nuestra óptica— como si hubiéramos
realizado un flash-back y volviéramos a la Edad Media donde la mujer, tanto en la cultura musulmana como judía o
cristiana, vivió de manera absolutamente subordinada al hombre.
Puede que parezca excesivamente sensibilizado con el
tema, pero no más allá del que pueda tener cualquier observador imparcial
acerca del papel de la mujer en nuestro proceso histórico. La desenfocada
imagen de la mujer, su marginación real e incluso el olvido de su experiencia y
participación en la historia, indigna la más recia sensibilidad y de ahí que,
aunque sea en mis obras de ficción literaria de carácter histórico, procure siempre
poner mi granito de arena en esa necesaria tarea de redimir a la mujer de ese
manto de silencio con el que las ha cubierto la misma historiografía.
Esa es la causa de que en mi novela El tesorero de la
catedral anime a Beatriz —la novia del protagonista— a prepararse y optar a
las pruebas pertinente para ejercer con pleno derecho el oficio de especiero,
que tuviera su padre. Ante los recelos de la joven, que teme no ser admitida al
examen, Diego Rivera le infunde esperanzas confiado en el bachiller Ferrand
Pérez de Oliva, padre del conocido humanista renacentista, del que dice que «es también alcalde de los físicos,
cirujanos, boticarios, especieros y herbolarios, y ese sí es un hombre abierto,
que no se rige por costumbres sino por la razón... Seguro que apoyará tu
admisión»
Indudablemente,
para atenerme al mínimo rigor histórico, a la Beatriz literaria le fue denegada
su admisión y la posibilidad de continuar ejerciendo la profesión de su padre
pues, a pesar de la existencia de una corriente medieval profeminista —que
personalizo en el bachiller Pérez de Oliva—, siempre prevaleció el pensamiento
más universal de la inferioridad de la mujer, y que están en la raíz de sus
condiciones de opresión, subordinación o sumisión, cuando no de claudicación. Los controvertidos conceptos acuñados
por clérigos y monjes —tributarios de las ideas de los Padres de la Iglesia y
de la filosofía clásica—, reproducidos grotescamente por la burguesía ciudadana
emergente en trovas y cuentos
picarescos, constituyeron el germen de la negativa
idea medieval de la mujer que determinó
en gran medida su realidad social de sumisión al hombre. Alonso de Palencia,
extraordinario cronista real, excelso lingüista y uno de los personajes
centrales de mi novela La Salamandra púrpura, es representativo de ese
hombre culto e influyente de su tiempo —el final de la Edad Media— que no
supera, sin embargo, su irredenta misoginia. Esta “cualidad”, evidente en sus
crónicas y tratados, condicionará incluso sus posiciones políticas hasta el
extremo de apostar por Fernando de Aragón como esposo de Isabel, especialmente
porque desconfiaba de la capacidad de
una mujer para gobernar. Aquí les dejo un pasaje de esta obra inédita
referido al momento en el que se descubre la personalidad de Isabel de Bobadilla,
la fiel dama de Isabel y otro de los amores de Alonso de Fonseca, donde de
alguna manera reflejo la controversia latente en aquella época sobre el género femenino: