jueves, 15 de septiembre de 2016

La mujer en la Edad Media. A propósito del burkini


Quizás consideremos lejana la polémica surgida en las playas francesas sobre la legalidad o no de utilizar ese característico traje de baño de las mujeres musulmanas, pero cuando acontece ante tus ojos los hechos, las formas y las maneras sucedidos este verano en mi urbanización, es difícil quedarse indiferente. Lleva unos años ocurriendo, pero no lo había visto hasta este verano, finalizado ya el mes de Ramadán. Una familia árabe, que por sus signos externos debe ser acomodada, disfruta habitualmente de la piscina ofreciendo siempre la misma estampa: el marido y los tres niños en bañador pasan la mayor parte del tiempo dentro del agua, nadando, saltando y brincando, mientras que la mujer, de poco más de cuarenta años, permanece fuera del agua, sentada en el filo de una tumbona, completamente vestida y sin el menor atisbo de relajación, dejando al sol únicamente su cara, sus manos y sus pies.
Pero aquella mañana, para mi sorpresa y mientras observo el vivo contraste existente entre el pleno regocijo del padre y los niños —explicitado en continuos gritos de júbilo— con la inexpresiva fijeza de la mirada de la madre, veo que esta se levanta sigilosa, se dirige hacia las escalerillas y se mete en el agua sin hacer ruido, para quedarse quieta en un rincón, sumergida hasta el cuello, sin apenas mover los pies o los brazos. Nadie de los que presenciamos la escena, nacionales o extranjeros, dijo nada; pero todos los que estaban en el agua comenzaron a salirse como si se hubieran puesto de acuerdo, dejando solos en la piscina a la familia musulmana. Al poco tiempo, no sé si por el cansancio de los niños o por percibir la violenta soledad —lo que es más improbable—, se salieron todos, dirigiéndose el padre y los niños a las tumbonas, a la vez que la madre, con la ropa empapada, se sentaba acurrucada y aterida en unas escaleras al sol, alejada de la zona de hamacas  y con la vista inalterablemente puesta en su prole. Al momento apareció por allí otra mujer de más edad, rigurosamente ataviada con sus típicas ropas talares —el niqab— llevando en una bandeja el refrigerio para los niños y el padre, ante la silenciosa indolencia de la joven y ensopada esposa.
Sin entrar en el debate sobre el derecho a estos usos, entre otras cosas por las dificultades de interpretación de las costumbres islámicas desde las categorías occidentales, no cabe duda de que la escena presenciada es la viva imagen de la sumisión y la desigualdad de la mujer en pleno siglo XXI, por mucho que se apele a la supuesta “libertad de elección” o se quiera justificar incluso con tratados de ontología islámica. Es —desde nuestra óptica— como si hubiéramos realizado un flash-back y volviéramos a la Edad Media donde la mujer, tanto en la cultura musulmana como judía o cristiana, vivió de manera absolutamente subordinada al hombre.
Puede que parezca excesivamente sensibilizado con el tema, pero no más allá del que pueda tener cualquier observador imparcial acerca del papel de la mujer en nuestro proceso histórico. La desenfocada imagen de la mujer, su marginación real e incluso el olvido de su experiencia y participación en la historia, indigna la más recia sensibilidad y de ahí que, aunque sea en mis obras de ficción literaria de carácter histórico, procure siempre poner mi granito de arena en esa necesaria tarea de redimir a la mujer de ese manto de silencio con el que las ha cubierto la misma historiografía.

Esa es la causa de que en mi novela El tesorero de la catedral anime a Beatriz —la novia del protagonista— a prepararse y optar a las pruebas pertinente para ejercer con pleno derecho el oficio de especiero, que tuviera su padre. Ante los recelos de la joven, que teme no ser admitida al examen, Diego Rivera le infunde esperanzas confiado en el bachiller Ferrand Pérez de Oliva, padre del conocido humanista renacentista, del que dice que «es también alcalde de los físicos, cirujanos, boticarios, especieros y herbolarios, y ese sí es un hombre abierto, que no se rige por costumbres sino por la razón... Seguro que apoyará tu admisión»
Indudablemente, para atenerme al mínimo rigor histórico, a la Beatriz literaria le fue denegada su admisión y la posibilidad de continuar ejerciendo la profesión de su padre pues, a pesar de la existencia de una corriente medieval profeminista —que personalizo en el bachiller Pérez de Oliva—, siempre prevaleció el pensamiento más universal de la inferioridad de la mujer, y que están en la raíz de sus condiciones de opresión, subordinación o sumisión, cuando no de claudicación. Los controvertidos conceptos acuñados por clérigos y monjes —tributarios de las ideas de los Padres de la Iglesia y de la filosofía clásica—, reproducidos grotescamente por la burguesía ciudadana emergente en trovas y cuentos picarescos, constituyeron el germen de la negativa idea medieval de la mujer  que determinó en gran medida su realidad social de sumisión al hombre. Alonso de Palencia, extraordinario cronista real, excelso lingüista y uno de los personajes centrales de mi novela La Salamandra púrpura, es representativo de ese hombre culto e influyente de su tiempo —el final de la Edad Media— que no supera, sin embargo, su irredenta misoginia. Esta “cualidad”, evidente en sus crónicas y tratados, condicionará incluso sus posiciones políticas hasta el extremo de apostar por Fernando de Aragón como esposo de Isabel, especialmente porque desconfiaba de la capacidad de  una mujer para gobernar. Aquí les dejo un pasaje de esta obra inédita referido al momento en el que se descubre la personalidad de Isabel de Bobadilla, la fiel dama de Isabel y otro de los amores de Alonso de Fonseca, donde de alguna manera reflejo la controversia latente en aquella época sobre  el género femenino:

«—Vos habéis sido protagonista principal en la maquinación para desposar a mi señora con don Fernando de Aragón, cosa que yo siempre reprobé pues no me gusta ese esposo para doña Isabel. Aún recuerdo cuando Mencía de la Torre y yo, que nunca nos habíamos separado de nuestra señora, tuvimos que refugiarnos aquí, en Coca, porque don Fernando había entrado en Castilla para casarse y temíamos represalias por haber desaconsejado ese matrimonio. Y creo que vos acompañabais a don Fernando en ese funesto viaje.
Es Isabel de Bobadilla apuntó Herrera, ante el desconcierto de Palencia, dama de doña Isabel, que desposó con Andrés de Cabrera.
Ya comprendo… Pero me gustaría saber los fundamentos de su reprobación y, en consecuencia, si fuera posible, su animadversión hacia mi persona. Ya le anticipo que procuré en todo esto conducirme con rectitud de conciencia.
Pues debe revisar, maese Palencia, el fiel de su balanza pues en ella la mujer pesa menos que el hombre. Yo me opuse a don Fernando como pretendiente porque conozco su vida licenciosa de empedernido mujeriego, así como su excesivo carácter autoritario, que harán sufrir mucho a mi señora. Pero sobre todo, me opuse por las intenciones que primaron en la conveniencia de esa unión, que no era otra que la de dotar a la corona de Castilla, si un día reinase doña Isabel, de un hombre fuerte que supliera a la reina en las tareas de gobierno.
¿Quién le ha dicho eso? interrogó sorprendido Palencia.
Nadie. Yo escuché a vos decir que doña Isabel, por ser mujer, no tiene dotes para gobernar, por lo que había de procurarle un marido con capacidad para esas lides. Como para vos las mujeres somos invisibles, no percibió mi cercana presencia en esa conversación donde, con el arzobispo Carrillo, decidieron buscar al aragonés como pretendiente. Para ello se saltaron y violentaron acuerdos, la voluntad de los preceptores, la del rey e incluso no repararon en falsificar las bulas papales de dispensa matrimonial. Pero no hablemos más… Tomen a prisa el camino que, mucho me temo, poco esperará su excelencia.
La joven del brial verde dio media vuelta y encaminó sus pasos por donde había venido, dejando tras de sí el halo de su triste belleza y la estupefacción dibujada en el rostro de Palencia. Herrera, complacido ante la paralización de su amigo, le espetó:
Eso te pasa por ir de misógino por la vida.
Cada vez me reafirmo más en la idea de Séneca de que la mujer es mala en sí misma reaccionó Palencia como un autómata, sin perder de vista el caminar altivo de Isabel de Bobadilla.
¡Qué barbaridad! Ni que Séneca fuera evangelista para creer todo lo que dicen que dijo. Por el contrario, siempre he pensado, amigo Palencia, que los vicios o menguas no llegan a las mujeres por naturaleza, sino por costumbre al ser solo educadas para hilar y otras menudencias. A los vicios no hay más inclinación en las mujeres que en los hombres y, como es dada igual entrada a los hombres y a las mujeres a la bienaventuranza, pueden ser ellas tan virtuosas como ellos.
Aun así, dudo mucho de la capacidad exigida para gobernar en una mujer. Si acaso alguna muy esclarecida…
Sin duda, amigo Palencia, salen en ti rasgos de esa cultura judía más grosera: de aquellos que recuerdan constantemente que la mujer fue hecha de la costilla de un hombre y, como tal, es sierva del marido y éste puede hacer con ella lo que le venga en gana.
No te equivoques Herrera; también hay rabinos y pensadores judíos que, como tú, alaban y subliman la razón de ser de las mujeres en este mundo.
¡A Dios, o a Yahvé, gracias!»



Aunque pueda sorprender a muchos, el debate en torno a la mujer, que se desprende de estas líneas, existió realmente en el siglo XV como puede comprobarse por la publicación de diversos tratados en ese tiempo, entre los que destacamos el de Mosén Diego de Valera, Defensa de las virtuosas mujeres, o el sorprendente libro del todopoderoso condestable D. Álvaro de Luna, titulado Libro de las virtuosas y claras mujeres. Ya en 1890 Menéndez Pelayo hacía relación de obras profeministas medievales llegando a la conclusión de que “la abundancia de tales panegíricos prueba que los detractores eran numerosos y temibles, llegando a formar una especie de secta que tuvo por bandera el Corbaccio”, obra misógina que Giovanni Boccaccio había escrito hacia 1355, adaptada al castellano por Alfonso Martínez de Toledo en 1438. Los defensores de la mujer admitían, sin embargo, los argumentos científicos y religiosos heredados de la antigüedad sobre la inferioridad femenina aunque no generalizaban sus consecuencias y valoraban a las “damas” que destacaban por su virtud y buenas obras. Era su manera de responder a las corrientes misóginas literarias que frecuentaban el espacio intelectual del momento y  consideraba a las mujeres incapaces de ningún talento o habilidad beneficiosa para el conjunto de la sociedad. Pero, como es obvio, fue exigua la trascendencia que ejercieron, permaneciendo por siglos el pensamiento de la inferioridad, alimentado y acrecentado por los predicadores del Barroco, para quienes la mujer era, además, fuente de pecado y “agente de Satán para angustia del hombre”, como expone Miguel Ángel Muñoz en su estudio de los sermonarios andaluces.


Retrato de D. Álvaro de Luna. Biblioteca Nacional
Esto explica situaciones —que ahora nos parecen una barbaridad— como la ocurrida en el reino de Córdoba donde las mujeres no disfrutaron durante siglos del derecho de gananciales en el matrimonio. Cuando, catalogando la colección de Cédulas y Reales Órdenes del Archivo del  Obispado de Córdoba, me encontré la real orden de Carlos IV, del 28 de mayo de 1801, por la que se les hacía extensivo a las mujeres cordobesas este derecho vigente en toda Castilla y que había formado parte de su status jurídico en el siglo XIII, no daba crédito, y menos aún de lo que el largo expediente de restitución decía o especulaba acerca de las causas de su antigua pérdida: “por costumbre antigua que no se alcanza el tiempo de su origen, o por atribuírseles el vicio de la ociosidad”. Tremendo. Algo hemos avanzado.



7 comentarios:

  1. Respetado don Luis Enrique, el tema que Vd. hoy nos presenta me parece de una trascendencia crucial en lo que respecta a la madurez y evolución de nuestra sociedad actual.
    Pues el ser humano es dual, masculino y femenino sin que deba prevalecer una parte sobre otra.
    Si Vd. me lo permite quisiera aportar mi parecer desde la óptica de un simple ciudadano de a pie, casado y con hijos.
    Las diferencias morfológicas y psíquicas entre ambos sexos son claramente notables, la rudeza de los hombres frente a la delicadeza de las mujeres.
    Desde antiguo la mujer por su condición de madre era siempre la que cuidaba de la prole, en aquellos ambientes inestables e inseguros donde el vivir y el morir pronto era lo habitual.
    De ahí la frase ante un peligro: "Las mujeres y los niños primero".
    De aquellas penalidades nos quedaron estos lodos de sobreprotección de la mujer, a los que se añadieron en los nuevos tiempos los miedos sobrevenidos de las mentes débiles de algunos ante la disputa del poder terrenal.
    Tanto a nivel político como religioso, la mujer en igualdad de oportunidades puede superar al hombre en casi todos los campos, además de parir los hijos.
    Hay quien lo llama misoginia o miedo, lo cierto es que en todas las culturas y religiones a la mujer se la ha relegado a un segundo plano, e incluso se la ha señalado como la fuente de la tentación y el pecado de la carne.
    La carne que hay que ocultar ante los ojos de posibles depredadores, la mujer como la garantía de la continuidad de la especie, el celo por no perder la honorabilidad si la mujer es mancillada.
    Las religiones monoteístas no han ayudado en el progreso de la cultura y de la civilización a reponer la figura honorable de la mujer, ante el miedo del exceso de la testosterona de los hombres cerriles, de mano de la obsesión arcaica de la supremacía de la fuerza del hombre frente a la inteligencia.
    Hoy sin embargo, respetado D. Luis Enrique podemos observar no obstante a hombres y mujeres desnudos en las playas, o semidesnudos en las calles de nuestras poblaciones sin llevarlos a la hoguera.
    Y también decimos que no es así como se reclaman los derechos de las personas en igualdad en la sociedad, aunque no deja de ser es un grito civil de por donde circula la frustración de generaciones enteras sometidas durante cientos de años al capricho de poderes obsoletos.
    Como siempre, le quedo muy agradecido por su generosidad y por este espacio de conocimiento y de cordura que Vd. gentilmente tiene a bien de compartir con todos los que le leemos y le seguimos.
    Un fuerte abrazo.
    Juan Martín.

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  2. Querido Juan Martín: qué profundidad en tus comentarios.
    Pero hoy quiero recordarte algo que tú sabes perfectamente. Luis Enrique, nuestro ilustrado historiador, ha sido compañero tuyo en el seminario durante varios años. Estoy seguro de que te leerá más a gusto en tus acertados comentarios si le retiras el trato de usted. Con perdón.
    Un abrazo.

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    1. Amigo José María, te agradezco muy sinceramente tu consejo porque me hablas desde la cercanía y el afecto del compañerismo, que nos supuso a todos aquella convivencia de años de seminario.
      Pero cuando comento los escritos de Luis Enrique, es como si volviera otra vez a estar en clase en el instituto Séneca ante alguno de aquellos insignes profesores o catedráticos.
      Se me olvida la cercanía del compañero y me quedo solo ante la figura respetable del historiador.
      De todos modos te quedo muy agradecido por tu amable apreciación.
      Un abrazo.
      Juan Martín.

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  3. Jajaja, vale Juan Martín. Valoro tu ingenio. Y no he tenido más remedio que acordarme de nuestro profesor de Historia en el Séneca, don Juan Crespo, con sus formas tan campechanas y sus explicaciones tan novedosas para nosotros.

    Bueno, hasta pronto.

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    1. La verdad es que vuestro sentido del humor está en relación directa a vuestro altísimo nivel intelectual. Pero tengo algunas discrepancias: en primer lugar, Fili, me has roto el éxtasis en el que vivía cada vez que nuestro amigo Juan Martín me adornaba con el “don”. Ni lo consideraba una expresión de respeto y, mucho menos, un trato condescendiente propio de los que se otorga a las personas de más edad. No reparaba en su significado, simplemente me provocaba una sonrisa y una sensación extrañamente agradable pues, a pesar de los cargos y ocupaciones profesionales que he tenido, pocas veces me han llamado “don Luis Enrique”. Me acordaba de Sancho que advirtió, cuando Alonso Quijano se puso el “don Quijote”, que “no tenía derecho a usar quien hasta ayer era solamente merced”, y pensaba que yo había usurpado ese derecho aunque solo me lo endilgara Juan Martín. Añoraba además al único hombre —no hay día que no me acuerde de él— que sí me distinguía con ese adorno, aunque fuera de manera indirecta, cuando hablaba de mí: “don” Miguel Castillejo, quien durante un tiempo y habitualmente decía en voz alta “¡llama a don Luis Enrique…”. De modo que, querido Fili, me has hecho polvo; aunque ahora en vez de añorar a Castillejo, añoraré a Juan Martín. También me gustó saber que a nuestro amigo, con quien comparto gustosamente el blog, le recordaba los profesores del Séneca. ¡¡Por fin me había quitado la imagen que predomina en todos los amigos de infancia y juventud, que no es otra que la de Luis Enrique jugando al fútbol o tocando la pandereta!! Pero no acepto que me comparéis con don Juan Gómez Crespo, al que nunca podré llegarle a la suela de los zapatos. Tuve la fortuna de ser vicesecretario de la Real Academia de Córdoba cuando él era director y, durante ocho años, mantuve una relación frecuente y enriquecedora. Era un gran hombre, exquisito en sus formas, libre y deslumbrante en su trabajo intelectual. En su homenaje publiqué un artículo sobre su época de director en la Real Academia, con motivo del 200 Aniversario de la institución. Pero bueno, ya está bien. Me alegro de tener unos amigos como vosotros que, además, ¡¡me leen¡¡ Querido Juan, sigue las indicaciones de nuestro afamado galeno: ha sido siempre nuestro guía y no se equivoca. Estaré más cómodo sin el don, me sentiré igual de apreciado, y seguiré esperando con ansiedad tus cálidos y juiciosos comentarios. Un abrazo a los dos.

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  4. Joer, Luis Enrique, leyéndote se le quitan a uno las ganas de escribir. ¿Para qué escribir si hay ya alguien que lo hace tan requetebien?

    Sigue ilustrándonos, por favor, con tus escritos. Juan Martín y yo, al menos, estaremos esperando ávidos.
    Un abrazo.

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  5. Amigo Luis Enrique, si así lo queréis, así lo haré de ahora en adelante.
    Pero he de decir antes, que el tratamiento respetuoso hacia el autor, iba parejo con el merecimiento del relato presentado, y que lo mismo que ocurre en otros eventos artísticos ofrecidos al público.
    Éste al final aplaude, si lo que se ha visto lo merece.
    Mi tratamiento de respeto no era distante o adulador como muy bien comentas amigo Luis Enrique.
    Era solo un discreto reconocimiento público de respeto en este medio hacia el autor, por el mérito de los escritos presentados.

    Un fuerte abrazo a los dos.
    Juan Martín.

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