jueves, 6 de octubre de 2016

El vacío ideológico

Mitin de Antonio Maura. Plaza de Toros de Madrid, 1917. Archivo de la Imagen Castilla-La Mancha


Me ha pasado en más de una ocasión: cuando un tema transita bullicioso por mi cabeza, al pasar la mirada por los anaqueles de mi biblioteca, misteriosamente, algún libro parece agitarse como llamándome la atención. Fue así como hace unos días hojeé de nuevo El crepúsculo de las ideologías, de Gonzalo Fernández de la Mora, libro polémico e incluso denostado en la politizada universidad española de los años 70, cuando con mayor énfasis el pensamiento marxista se acomodó en el ideario cultural español, como recientemente ha demostrado el profesor Cuenca Toribio. El tiempo, no obstante, y las sucesivas ediciones —cinco, desde 1965 hasta 1986— lo han convertido en un clásico, aún de actualidad en sus diagnósticos, discutible sin embargo en sus recetas excesivamente tecnócratas. Pero sin duda, su lectura me ha estimulado al observar la realidad política actual, confusa y embarrancada, donde la pobreza ideológica campa a sus anchas tanto a la izquierda como a la derecha, a uno u otro lado. Y esta situación, además de convertir el panorama político en un peligroso avispero, es el caldo de cultivo ideal para los mesiánicos y oportunistas populismos.

Porque en la bronca política actual —no seré yo quien le llame debate y, menos aún, dialéctica— no hemos oído nada que fundamente las posiciones de unos y otros, más allá de los intereses y cálculos estratégicos para alcanzar el poder. Ni siquiera en aquellos llamados partidos o formaciones emergentes podemos aventurar la mínima solidez de principios, pues los cambian con la facilidad que hoy cambiamos de canal, según azote el viento. Y, cuando se abandona ese tacticismo, las manifestaciones de carácter político están presididas por los sentimientos o las emociones, que es la parte del ser humano opuesta a la inteligencia o la razón. No existe la más mínima postulación de modos de actuar sobre la realidad colectiva, consecuente a ideas o razonamientos, sino que —como hemos observado más nítidamente en la reciente crisis del PSOE, aunque en esto no tiene la exclusividad— todo queda en la epidermis, bien sea en demostraciones de simpatía, de irracionales adhesiones, gustos o afinidades. 


Cuartillas del Mitin de Blas Infante,1923. Centro de Estudios Andaluces

Debe ser una cualidad que tradicionalmente ha impregnado el ámbito político español, y así nos ido en demasiados pasajes de nuestra historia precisamente por actuar conforme a los sentimientos y no a la razón. Sería excesivo detenernos en ejemplos históricos que ilustren nuestro aserto, pero bastaría detenernos en el nacionalismo —máximo exponente de la perniciosa influencia de los sentimientos en la actividad política— o la simple referencia al anarquismo andaluz, región en la que el movimiento revolucionario tuvo mayor arraigo durante su extenso periodo de vida (1868-1939). La fuerza de este movimiento, así como su fracaso, constituyeron un fenómeno que despertó el interés de historiadores y antropólogos (Bernardo de Quirós, Díaz del Moral, Borkenau o Brenan, entre otros), coincidiendo en calificar el anarquismo andaluz como primitivo, mágico, irracional, religioso, puritano y hasta milenario; pero sobre todo, John Corbin nos da la clave cuando asegura que “tuvo más impacto como pasión que como acción, y esa pasión, también, era peculiarmente andaluza”.  Siempre la pasión, la emoción o los sentimientos como componente cultural de nuestra región, como cuando un obispo —que pasó brevemente por Córdoba— me dijo: “lo vuestro no es religiosidad popular, es sentimiento religioso popular”; y no le faltaba razón. La prueba es que el 90 % de los cofrades, o de los que se pegan por un palco en la carrera oficial de Semana Santa, pueden tener una mera adscripción formal a la Iglesia, pero ningún signo católico de vida. Son de la Virgen de la Esperanza o de Jesús Caído, como pueden ser del Betis o del Sevilla. Y lo mismo ocurre con las formaciones políticas, sostenidas por una escasa militancia, huérfana además de contenido ideológico.

¿Estamos, por tanto, como aventuraba Daniel Bell ya en 1960, ante el fin de las ideologías? ¿Sólo en su crepúsculo?, como desarrollaba Fernández de la Mora en 1965, pero en la misma línea que el sociólogo norteamericano. Indudablemente, somos parte de una sociedad hedonista y nihilista, poco proclive al pensamiento y, por ende, al esfuerzo que requiere la interiorización de un conjunto de ideas funcionales —creencias, valores sociales, etc.— que den sentido al mundo en el que vivimos. Por otra parte, es evidente la convergencia, o aproximación, de aquellas ideologías otrora opuestas, en virtud de mutuos abandonos de las posiciones originarias para acercarse a zonas de moderación, más acorde con la sensibilidad de las sociedades evolucionadas. Del mismo modo que es cierto la creciente exigencia de la eficacia en la práctica política, lo que incrementa el protagonismo del técnico o, lo que es lo mismo, de la ciencia sobre las ideas. Pero me resisto a aceptar esa generalizada apatía ante el derrumbe de lo que no hace mucho tiempo parecía sólido. Son muchos pensadores que, en sentido contrario, afirman que no estamos ante el fin de las ideologías, solo que nuestro tiempo —un tiempo de crisis— debe encontrar un nuevo rumbo y, para eso es necesario el pensamiento, la ideología. Es cierto, igualmente, que los españoles de más edad están “acostumbrados a vivir sin argumentos de la vida colectiva”, como decía Julián Marías en referencia a los años de dictadura, pero no puede prolongarse ese estado, entre otras cosas, como dijo el maestro de Marías, Ortega y Gasset, porque “el ser humano es historia” y, por tanto, tiene que crearse a sí mismo a lo largo de su vida. Los individuos necesitamos de alguna manera dar sentido a nuestra experiencia y legitimar nuestras acciones a través de esas cosmovisiones que, de una u otra manera, proporcionan las ideologías. Y, como ha desarrollado Angel Rivero, ese pragmatismo exigente en política en nuestros días, esa eficacia, no significa política sin ideas, pues no puede haber verdadera política sin ideas. Unas ideas que debemos valorar de acuerdo con su rendimiento histórico y contrastarlas con las realidades sociales y políticas a las que dan lugar. Todo, menos ese temerario vacío ideológico que observamos en la vida política española y que amenaza, si no estamos suficientemente alerta, con convertirla de nuevo en un invernadero, como ya ocurrió durante cuarenta años.

















1 comentario:

  1. Amigo Luis Enrique, hoy de nuevo nos presentas de forma detallada en estas líneas, unas reflexiones de gran calado sobre nuestro presente.
    Desde mi posición de ciudadano y de lector amigo, si me lo permites, quisiera opinar al respecto desde mi corta experiencia de adulto responsable, pues sesenta y seis años no son nada, y de trabajo en sociedad.
    Los que hemos vivido en la época del seiscientos, sabemos lo que es una etapa de penuria, y como tiempo después nos llegó la democracia con subvenciones de dinero europeo.
    La España pobre empezó a tener efectivo en caja, y los gestores de todos los colores políticos participaron en la modernización del país, y en el despegue económico.
    Todo el mundo encontró cobijo bajo el manto democrático, tanto los partidos históricos nacionales, como los recién llegados.
    Todo era miel sobre hojuelas.
    Y ahí se dio el caldo de cultivo, en el que brotaron como hongos todas las malas gestiones y avaricias, desde unas posturas irrefutables, como la patria y la bandera.
    Sin rendir cuentas a nadie, todo entre amigos y conocidos.
    Amigo Luis Enrique, pienso sinceramente que no eran las ideologías añejas las causantes de tanto desastre. Era más bien el creerse impunes e inmunes ante la ciudadanía, el virus que nos contrajo la enfermedad de vernos como estamos. Con cantidad de responsables políticos citados ante los tribunales, los rescates bancarios a pérdidas, y los desastres económicos de unas obras suntuarias y faraónicas como orgullo provinciano.
    Amigo Luis Enrique, es la pasta exuberante creo yo, el mal que ha corroído a los partidos políticos y a sus gestores.
    Desde unas miras miopes, por ser vos quién sois, sin pasar ningún filtro ni auditoría institucional de verdad, o control ciudadano.
    Y así nos luce el pelo.
    Muchas gracias por tu benevolencia, a la hora de permitirnos participar a los demás de tus sabios y acertados comentarios.
    Un abrazo.
    Juan Martín.

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