A raíz de las últimas movilizaciones estudiantiles, como las protestas por la reválida o alguna expresión juvenil de signo político, he desempolvado el artículo que escribiera Luis de Zulueta en el diario El Sol, el 20 de enero de 1931, con el sugerente título de “La generación de la dictadura”. Indudablemente, resulta complicado interpretar la realidad de nuestra juventud desde una perspectiva histórica, pues las estructuras sociales de cada coyuntura histórica condicionan de manera determinante la especificidad de ese grupo social. Sin embargo, como nos ha dicho la británica Mary Beard, flamante premio Princesa de Asturias, debemos ser capaces de “pensar de forma histórica” para no ser “ciudadanos empobrecidos”. Porque el diálogo entre el pasado y el presente —continuando con la historiadora británica— desafía “ nuestras certidumbres culturales” y puede abrir nuestros ojos a distintas perspectivas. De ahí que sea en estos momentos sumamente interesante la lectura comparada del mencionado artículo del profesor y político reformista que, como pedagogo innovador, conocía bien la idiosincracia juvenil de su época.
Luis de Zulueta comienza haciendo referencia a la generación de jóvenes
europeos, desangrados tras la Gran Guerra del 14 y desmoralizados tras la paz,
que protagonizaron la primera gran oleada
de movilización juvenil que se produjo en Europa. Como escribió Sandra Souto,
las vidas de muchos europeos quedaron inevitablemente unidas por los problemas
que surgieron como consecuencia de la Primera Guerra Mundial y que tuvieron un
especial impacto en los jóvenes. Las familias se desintegraron, niños y jóvenes
se vieron abocados a hacerse autónomos antes de tiempo y, tras la devastación,
muchos grupos políticos vieron en la juventud la fuerza dirigente de un futuro
renacimiento. Pero además, la guerra —que se había vendido como una gran
cruzada por la civilización, Dios y la patria, y que acabó convirtiéndose en el
mayor ejemplo conocido hasta entonces de barbarie— llevó a muchos jóvenes a
buscar nuevos caminos y soluciones, abandonando los valores sociales
tradicionales mantenidos por los adultos. “Esta generación —dirá Luis de
Zulueta—, horrorizada, decepcionada, asqueada, ha dejado de creer en sus padres
y no sabe todavía lo qué va a legar a sus hijos”. La consecuencia fue una
politización cada vez mayor de los jóvenes, un crecimiento de las
organizaciones juveniles, siendo protagonistas de la conflictividad social y
política del periodo y del desarrollo de nuevos movimientos, como el comunismo,
el fascismo o el nazismo.
En España, en esos momentos, no existe una
generación de la guerra, al no ser país beligerante, pero nuestro profesor
alerta de la peculiaridad de una “generación pareja” a la europea, que no ha
conocido otra cosa que la Dictadura y reacciona ante sus mayores con una dureza
mucho mayor de lo que sería lógico en el antagonismo generacional. “Un régimen
de libertad es para esta nueva generación —dice nuestro articulista— algo que
solo tiene existencia en las noticias de países extraños, en las páginas de los
libros o en los recuerdos de las personas maduras… Esos hijos nuestros, en sus
floridos veinte años, no conocieron jamás la libertad… No han conocido la
prensa libre, ni han participado en unas elecciones, ni han conocido un
parlamento”. No es necesario mucho esfuerzo para apreciar la diferencia entre
aquel pasado y nuestro presente; pero ese es el gran desafío que entraña este
aserto histórico de nuestra hemeroteca, abriendo una llaga en nuestra
“certidumbre cultural”, porque nuestros jóvenes no tienen conciencia de lo que
significa haber nacido y vivido siempre en un régimen de libertad. Y como no
conocen lo que representa carecer de libertad, no la valoran; ignoran que esa
libertad no ha surgido de manera espontánea, ni ha sido impuesta, sino que ha
necesitado ser conquistada. En esta época nuestra, afortunadamente, la libertad
suele darse por supuesta. Y esta circunstancia nos puede conducir,
especialmente a los jóvenes, a una cierta ligereza en la apreciación de la
realidad actual y a la falta de valoración sobre las consecuencias de la misma,
sin acordarnos que ese bien supremo del que gozamos está cimentado sobre la
vida y la misma sangre de muchos hombres y mujeres que nos precedieron en
nuestro devenir histórico. Hoy, por ejemplo, nadie pone en duda que la libertad
de prensa “es una piedra angular de los derechos humanos y una garantía de las
demás libertades”, como proclamaban las Naciones Unidas en 1999, y lo mismo
podríamos hablar de la libertad de pensamiento. Pero los que éramos jóvenes
durante el régimen de Franco, aunque fuera en sus años finales, sabemos que son
derechos conquistados, arrebatados y, por consiguiente, dado su valor
intrínseco, necesitados de seguir defendiendo y protegiendo en favor de nuestra
convivencia y armonía social.
Luis de Zulueta contemplaba, sin embargo, una
generación de jóvenes que se revuelven y agitan contra ese estado de cosas que
le parecen injustas y que limitan su dimensión personal y social. Es la
efervescencia del compromiso político que se produce entre los jóvenes de los
años 20, desde postulados vinculados a un mito republicano renovado,
especialmente entre los jóvenes universitarios, que los enfrenta a las
tradicionales élites del poder y que consigue, como bien dicen Eduardo Calleja
y Sandra Souto, un nexo de unión emocional entre los jóvenes y los patriarcas
de la resistencia antidictatorial como Unamuno, Sánchez Guerra o Macià,
radicalizando, potenciando y generalizando la protesta intelectual, acelerando
el movimiento antimonárquico y haciéndolo asequible a amplias capas de las
clases medias españolas.
Los trabajos de Calleja y Souto, Mº Fernanda
Mancebo, José López-Rey o Francisco Caudet han puesto de manifiesto la
aspiración general de estudiantes y profesores de contribuir a la renovación de
la decaída universidad española y de oponerse a Primo de Rivera, encauzando la
agitación estudiantil fundamentalmente a través de la FUE (Federación
Universitaria Escolar), de singular importancia en el fin de la Dictadura del
General. Unamuno, el Domingo de Pasión de 1929, en plenas huelgas
universitarias y desde el exilio en Francia, escribió una carta “A los jóvenes
de España” que concluía diciendo: “… salvad España, estudiantes, salvadla de la
injusticia… Salvadla, hijos míos, e iré cargado de años y recuerdos a que me
acunéis mi último sueño, mi última esperanza, y a descansar en una tierra que
habéis hecho hogar espiritual de Libertad, de Verdad y de Justicia”.
Por todo ello, Luis de Zulueta nos dice en su artículo que
esa generación “autoritariamente sustraída a la política es una generación
política”, que habla de política “con interés, con pasión”, agrupada en torno al árbol prohibido de la
Libertad, porque está “convencida, además, de que sin él no hay bienestar
sólido ni orden duradero”. No, no podemos comparar aquella generación
horrorizada y decepcionada con la actual juventud nacida en el bienestar social
generalizado, consumista y conformista, salvo si les falta el móvil o la
PlayStation. No hace falta recurrir a las estadísticas del Observatorio de la
Juventud en España, donde apenas alcanza al 30 % de los jóvenes interesados en
la política, y en las que ni siquiera el 15-M les motiva pues los sentimientos
positivos, superan en poco a la indiferencia, el aburrimiento o la
desconfianza.
El creciente distanciamiento que mantienen los
jóvenes respecto al sistema político institucional, constituye uno de los
rasgos característicos de las sociedades democráticas contemporáneas. No se
trata de una oposición frontal al sistema político, sino de algo que puede ser
incluso más preocupante como es la acentuación del desinterés, la apatía y la
pasividad de las nuevas generaciones cuando se trata de asuntos relacionados con
la esfera pública. Y esta es una de las causas de la extendida preocupación por
lo que se ha dado en llamar la calidad de la vida democrática, y que,
para nosotros, abre incluso serios interrogantes sobre el futuro de nuestra
democracia. Porque los jóvenes son el futuro, pero también el presente, pues su
fuerza y energía transformadora son necesarias para que las democracias
contemporáneas no pierdan el impulso cívico imprescindible para continuar
siendo sistemas políticos dinámicos, que puedan responder a los continuos
cambios sociales, económicos y culturales de las sociedades avanzadas y, al
tiempo, fomentar la participación de los ciudadanos en la esfera pública. En
definitiva, para que la democracia no quede reducida a un mero método
político, por utilizar la expresión que en su día popularizó J. Schumpeter,
limitada a un conjunto de mecanismos y reglas formales para legitimar la
selección de los gobernantes y los procesos de toma de decisiones.
Los estudios de sociología política, cuando buscan
explicaciones a la apatía o distanciamiento de los jóvenes respecto a la
política, insisten en las circunstancias vitales de la juventud en nuestra
sociedad desarrollada, caracterizadas por unas condiciones de vida
sensiblemente mejores que las de generaciones anteriores, pero
contradictoriamente muy dependientes, lo que dificulta su presencia como
sujetos autónomos en la esfera pública, así como la asunción de
responsabilidades colectivas.
Es un problema cultural de nuestra sociedad, que
hay que invertir, reforzando la necesidad de crear las condiciones adecuadas
para que los jóvenes adquieran protagonismo en el desarrollo de la comunidad
política, si es que queremos apostar por una profundización real de la
“calidad” de la democracia. Hay que dar voz a los jóvenes para evitar su
salida, decía Hirschman, pues mantenerlos en esa posición secundaria acentuará
ese alejamiento, redundando negativamente en la calidad de la vida democrática,
tanto presente como futura. Necesitamos la presencia real de los jóvenes en la esfera
pública. Necesitamos su fuerza y creatividad para proponer cambios, para
dimanizar la sociedad, para transformar la realidad más cercana y cotidiana.
Ese es el gran desafío que tienen ante sí las políticas de juventud: fomentar
el protagonismo juvenil como medio de desenvolver su potencial como personas.
Únicamente así, no sólo tenderíamos a garantizar la calidad de la vida
democrática, sino que lograremos, como diría Sousa Santos, democratizar la
democracia.
En este panorama de atonía, de escasa vitalidad en
el asociacionismo juvenil y en su compromiso político, asoma sin embargo la
amenaza de la extrema radicalización, aunque minoritaria, de beligerante
intransigencia —véase el escrache a Cebrián y Felipe González en la Universidad
Autónoma— que nos recuerda, como una maldición, la errante sombra de Caín de la
que hablaba Machado en “Por tierras de España”. No quiero ser pesimista y sólo
me gustaría que esta generación aprenda a saborear el aire de libertad que
respira, en el que ha nacido. Nuestro Luis de Zulueta concluía su artículo con
el vivo deseo de que “esta generación de la Dictadura pueda ser llamada mañana
la generación de la libertad”. Su sueño quedó inconcluso, dada la fugacidad de
la República, pero otros tomaron el testigo. Yo sólo aspiro a que esta
generación, que sí es plenamente de la libertad, no empañe esos sueños de los
jóvenes que le precedieron.
Amigo Luis Enrique, que gran profundidad social destila el artículo que hoy nos presentas a todos los que te seguimos y leemos.
ResponderEliminarHoy tenemos de rabiosa actualidad las recientes elecciones en los EEUU, y en la calle se ven manifestaciones de gente de todas las edades, que dicen bien a las claras, que no se sienten representados por el actual presidente.
En una amalgama de razonamientos, que van desde la inseguridad de todos los emigrantes sin garantías, las mujeres que se han sentido despreciadas por razón de su feminidad, los estamentos sociales sometidos a recortes, y un sin fin de avances sociales que se verán frenados. Si hay que hacer caso a las afirmaciones hechas en la campaña.
La juventud siempre ha sido la voz del que clama en el desierto.
Pero quienes ya llevamos unos años de experiencia remando en la galera vemos, que esta sociedad nuestra es como una noria en la que siempre estamos dando vueltas a los mismos problemas.
Avanzando si se quiere muy poco a poco en los derechos humanos y en el bien estar social en general.
Ahí tenemos el Mar Mediterráneo convertido en una fosa común que se cobra a diario la muerte de cientos de personas.
Y la huida constante de gente joven de países que están en quiebra o en una situación de gestión política dictatorial.
Pero si miramos a nuestro alrededor, amigo Luis Enrique veremos una gran precariedad laboral que afecta a las familias y a los jóvenes, frenando el normal desarrollo de las familias.
Una forma de pobreza encubierta que limita las esperanzas de futuro de los jóvenes, tal y como han visto vivir a sus padres.
En un camino inverso del bien estar hacia la pobreza social.
Siendo hoy que tenemos la juventud más preparada y mejor formada que nunca se pudo imaginar.
Como siempre agradecido por su generosidad permitiendo, que quienes le seguimos podamos apuntar nuestro parecer en este espacio suyo.
Un fuerte abrazo.
Juan Martín.