No cabe duda de que la desafección es uno de los términos más
utilizados últimamente a la hora de tomar la temperatura al estado de la
política española. Analistas, tertulianos y los propios profesionales de la
cosa pública la consideran el principal problema político, aunque con
frecuencia difieran en sus causas e incluso en el mismo concepto de
desafección. Hay, no obstante, un común denominador a la hora de intentar
comprender ese desapego o alejamiento de los ciudadanos con respecto al sistema
político que está vinculado, lógicamente, con la pésima actuación en todos los
órdenes de los principales partidos durante la crisis económica. Sin embargo,
se profundiza poco en las causas intrínsecas de esa ineficacia y que,
indudablemente, están íntimamente relacionadas con la mediocridad del paisaje
político, consecuencia a su vez de la peculiar y, al parecer, secular
constitución de los partidos políticos que tienen en el nepotismo y el
clientelismo su principal esencia. Hoy, el mérito y la preparación son incluso
peligrosos para participar en política y así se explica la total
descapitalización humana de los grandes partidos, amenazando igualmente el
futuro de los llamados partidos emergentes. Porque si subleva conocer la tupida
tela de araña clientelar de los nombramientos de altos cargos del último
gobierno, no hay expresión suficiente para responder, por ejemplo, a la larga y
descarada lista de amigos y familiares en cargos del Ayuntamiento de Madrid.
Con
independencia de las negativas repercusiones en el servicio público —dada la
incompetencia y falta de idoneidad de los gestores—, esto es uno de los mayores
signos de corrupción de nuestro tiempo pues representa un comportamiento
insoportable en sociedades supuestamente democráticas. El clientelismo y el
favoritismo, más el nepotismo como una de sus variantes, transgrede los
principios básicos de moralidad pública, dejando en papel mojado uno de los pilares
de la democracia como es la igualdad. Con razón decía Ángel Ganivet, precursor
de la Generación del 98, con su clarividente ironía que los españoles «no
podemos ser demócratas, porque queremos demasiado a nuestra familia».
Evidentemente, esto no es nuevo en nuestra historia. Es una perversa herencia
que nos sitúa en tiempos del Antiguo Régimen o en los más oscuros de la
mismísima Edad Media, donde los favoritos y privados eran auténticos
protagonistas de la vida pública.
En esta última época es
bien conocido el caso de Álvaro de Luna, valido de Juan II y auténtico rey de
Castilla hasta que perdió el favor del soberano. Pero el esperpento llegaría en
el reinado de Enrique IV donde la privanza, en la que el rey depositaba afecto
y confianza, estaba ligada al atractivo físico y al arrojo y destreza hípica.
Poco importaba la formación o la nobleza —que era un rango importante en
aquella época—; bastaba la habilidad para llegar a la cercanía del rey y caerle
bien. A este reinado pertenecen las luchas entre los favoritos —pues éste quiere
ser siempre exclusivo y excluyente— Juan Pacheco, Beltrán de las Cuevas y
Miguel Lucas de Iranzo por conseguir las mayores prebendas del reino, dejando
páginas inimaginables de nuestra historia que bien podrían servir hoy de guía a
Santamaría y Cospedal. Pero, sin duda, el caso más hilarante es el de Juan de
Valenzuela, histriónico, bello y desvergonzado, que consigue el favor de
Enrique IV merced a su osadía —fueron célebres sus escándalos de travestismo
teniendo ya un alto rango— y agraciada figura. De origen humilde —su padre era
calderero en Córdoba y su madre recogía leña—, llega a la corte como criado del
maestre de Calatrava, divierte a Enrique IV y este le hace nada menos que prior
de la orden de San Juan de Jerusalén. Pero antes, el rey tuvo que cometer el
latrocinio de obligar a renunciar a su titular, Juan de Somoza.
Por su singularidad, así
como la participación en este episodio de Alonso de Fonseca, dejo aquí novelado
este episodio:
«Sin duda, el
arzobispo Fonseca conocía bien al rey para quien la promoción de cargos y
dignidades era un juguete en sus manos, que usaba a su antojo para contentar a
unos, para castigar a otros, prometiendo aquí y allá maestrazgos, prioratos,
prebendas eclesiásticas o civiles, y tener así a todos siguiéndole la gracia en
pos de tan suculentos cebos. Desde que conoció el poco aprecio que le tenía el
arzobispo Carrillo, que regía la archidiócesis de Toledo y, por tanto,
detentaba la primacía sobre todos los obispados castellanos, el monarca entró
también de lleno en la promoción de cargos eclesiásticos, arrollando derechos y
privilegios, para irritación de Carrillo y complacencia de Fonseca, que buen
bocado sacaba en su provecho. Las órdenes militares, sujetas a la obediencia de
Roma, especialmente ricas y poderosas, eran, igualmente, uno de esos muñecos
preferidos por el rey para premiar y enriquecer a sus más allegados, cuando no
para engordar las rentas de la propia corona.
Hacía pocos días que Juan Pacheco,
marqués de Villena, había informado al rey de la muerte del gran prior de la
orden de caballeros hospitalarios de San
Juan de Jerusalén, Gonzalo de Quiroga, cuando el secretario del rey informó de
la presencia en la corte de Juan de Somoza, comendador hospitalario de Peñalén.
—¿Se puede saber qué persigue aquí ese
comendador? —preguntó el rey dirigiéndose a su secretario, Alvar Gómez, que
vestía severa loba negra para disimular su desmesurada ambición, y recogía los
papeles de la mesa, suponiendo finalizado el despacho con los presidentes del
consejo real. Antes de que respondiera un sorprendido secretario en su
ignorancia, intervino Fonseca.
—Majestad, me lo he encontrado esta
mañana. Trae las patentes de la provisión para que su majestad le otorgue su
asentimiento antes de ir al Papa pues, al parecer, ha sido aclamado como gran
prior de los caballeros de la orden de San Juan de Jerusalén.
—¡No es posible! —reaccionó el marqués de
Villena, con su voz grave y afectada—. Solo hace unos días que llegó la noticia
de la muerte de Quiroga.
—Pues, según vemos, los hechos han
corrido más que las noticias —apostilló Fonseca, con regodeo.
—Debe impedirlo, majestad —imploró el
marqués—. Habíamos convenido que estas dignidades que representaban elevar
considerablemente a una persona, deberíamos reservarla para gente de la total
confianza de su majestad. Pues ésta es
la manera de disminuir la porción de desafectos entre los grandes del reino y
conseguir una auténtica unión de todos los grandes hombres con la corona que
lleváis sobre vuestra cabeza.
—Me parece tan buena la idea, majestad,
que me gustaría que hubiese sido mía — anotó Fonseca, sin apearse de la ironía.
—Incluso hablamos, majestad, de la
persona que podría ocupar el puesto —continuó el marqués, sin atreverse a decir
el nombre.
—Claro que lo recuerdo, Pacheco. Incluso
le comenté a Juan de Valenzuela cuáles eran nuestras intenciones, si a él le
apetecía, y me contestó que sí, que le gustaba el vestido de la orden, pero que
él le pondría un ribete dorado a la cruz que llevan en el pecho.
El rey concluyó su respuesta con una
sonora carcajada, seguida por los presentes, aunque forzada en el caso del
marqués, contrariado al ver que el rey le había descubierto el juego de colocar
a su satélite en el priorato, y sabía que Valenzuela no gozaba de la simpatía
del arzobispo.
—Bueno —continuó el rey—, decirle a ese
pobre diablo que no abandone la corte hasta que no se lo ordenemos con la
excusa de que debemos informarnos. Entre tanto, procurar que renuncie. No
pienso nombrar a Valenzuela oponiéndome a una aclamación de la orden. Trabajar
todos en este empeño y, especialmente, su excelencia —dijo dirigiéndose a
Fonseca—, que te las pintas solo para estas cosas.
Al salir de la estancia del rey, a
Pacheco le faltó tiempo para insistir en el tema ante Fonseca.
—Ya has oído al rey: de ti depende la
renuncia de Somoza —le advirtió Pacheco, en un tono que más tenía de súplica
que de mandato.
—Veremos, veremos —respondió Fonseca,
haciéndose el interesante—. Es un venerable anciano que tiene ante sí la
oportunidad de conseguir el más preciado anhelo de su vida.
—¿Acaso lo conoces?
—Conozco a su familia de mis tiempos de
arcediano de Salnés, en Galicia —respondió Fonseca—. Pero me sobra con haber
hablado un momento con él esta mañana para mantener certeza de mi apreciación.
El brillo de sus ojos, que debían estar apagados por la edad, lo decía todo:
está ilusionado y emocionado con tan alto honor y dignidad.
—Pues tú verás, Fonseca, cómo te las
arreglas; pero el rey quiere la renuncia —replicó Pacheco, ahora autoritario.
—Descuida que pondré todo de mi parte —le
tranquilizó Fonseca—. Pero no acabo de entender cómo te empeñas en favorecer a
ese mequetrefe. No ha de tardar en dejarnos a todos en ridículo. ¿O, es que no
sabes la calaña de la que está hecho? Por muchos aspavientos que haga y use
noble apellido, no puede disimular que es hijo de un calderero de Córdoba. Y
después están sus extrañas aficiones a vestirse de mujer, ponerse afeites y
escandalizar a la gente por la calle como si para él todo el año fuera
carnaval.
—Sí, todo lo que tú quieras, pero duerme
con el rey más que la reina —murmuró—. Y me interesa tenerlo cogido por donde
más le duela ¿Se entera de una vez, su excelencia?
—Te reitero, que colaboraré en esto. No
debes preocuparte, aunque no sea de mi agrado.
El arzobispo puso a su equipo más selecto
de servidores a rastrear la vida y milagros de Juan de Somoza para conocer bien
al personaje a doblegar. Mientras tanto el comendador hospitalario, ufano de su
prerrogativa, se exhibía en la corte luciendo toda clase de atributos sanjuanistas
en sus vestidos, donde sobresalía la cruz de malta emergiendo nívea y soberbia
en su pecho sobre la túnica escarlata, del mismo modo que lucía el escudo de la
orden bordado en el lado izquierdo de su capa negra. Ajeno a las maquinaciones
que se tejían a sus espaldas, departía con unos y otros amigablemente, no
regateando esfuerzos para platicar acerca del impulso que pretendía dar al
futuro de la orden, tanto en la lucha contra los turcos, como en la protección
de los peregrinos a los santos lugares, especialmente a los que hacían el
Camino de Santiago que le había sido encomendado singularmente a su lengua,
como se denominaba en el argot sanjuanista a las naciones o territorios en las
que estaba establecida la orden. No obstante, a medida que pasaban los días,
comenzaba a impacientarse y, más aún, al comprobar las evasivas que recibía
como respuesta a sus demandas. Así pues, recibió con alegría la noticia
comunicada por fray Diego Bernal de que el rey quería que le acompañara en el
escogido grupo que iba a cazar a la sierra de Colmenar Viejo, confiando en la
proximidad de la sanción real a su nombramiento.
La decepción se produjo cuando, antes de
emprender el viaje, le fue prohibido que le acompañaran sus criados y
caballeros de la orden con la excusa de la escasez de alojamiento en un lugar
tan humilde como al que se dirigían. Fray Diego, encomendado por el arzobispo
para allanar el camino debido a sus viejas relaciones sanjuanistas, acompañó en
el viaje al comendador, tratando de desengañar todas las reservas del anciano,
si bien fue insinuándole suavemente la conveniencia de renunciar debido a lo
avanzado de su edad y la pesada carga del gran priorato, a lo que respondía con
rotundidad desplegando su gran disponibilidad y la salud tanto física como
mental con que Dios le mantenía a pesar de sus años. Con esta disposición,
llegaron a Colmenar cuando empezaba a caer la noche y el relente otoñal
comenzaba a calar en los hombros de los viajeros. Fray Diego informó con la
mirada a Fonseca de la resistencia de Somoza, por lo que siguieron el plan
establecido: unos criados del arzobispo condujeron al comendador a una
desvencijada casa, de una sola planta y en la que a simple vista se comprobaba
que las únicas dependencias eran un salón, presidido por una apagada chimenea y
una habitación que más bien parecía arrasada de los pocos enseres que tenía.
Ante la protesta de Somoza, los criados trataron de tranquilizarlo diciéndole
que, de inmediato, vendría personal para su servicio y mejor acomodo, cuando en
realidad lo que hicieron fue cerrar la puerta por fuera y dejar encerrado al
comendador, sin comida ni prendas de abrigo en la desangelada y gélida casa.
Las voces y golpes del comendador pidiendo auxilio quedaron pronto ahogados en
el oscuro silencio de la serranía.
La mañana se despertó gris y el zafio
viento cortó el rostro del arzobispo cuando despedía al rey y sus donceles,
como si la naturaleza clamara venganza. Todos los personajes encargados por el
rey para la misión ante Somoza aguantaban la ventisca, alineados en una
informal formación, mientras el rey ultimaba sus preparativos de caza.
—Excelencia —dijo el rey al arzobispo,
desde la atalaya de su montura—, no
quiero más dilaciones. Cuando vuelva quiero esa renuncia firmada y bien
signada. No quiero excusas. Confío en tu ingenio, Fonseca.
El grupo, casi de forma autómata, se
dirigió hacia la casa donde había pernoctado el comendador. Caminaban en
silencio, aparentemente con la lección aprendida, y solo Pacheco daba signos de
inquietud.
—No tengas reparo, marqués —tranquilizó Fonseca a Pacheco—. Tú no darás
la cara. Pasarán primero el fraile y el secretario. Y solo si hace falta,
intervendré yo.
Un criado abrió la puerta y los chirridos
de los goznes se le clavaron a Fonseca en el alma. A pesar de su protagonismo,
actuaba por disciplina, por puro interés igualmente, pero no era plato de buen
gusto el que se disponía a probar. Como estaba previsto, entraron por delante
el fraile y el secretario, pero el comendador no reaccionó. Fonseca pudo verlo
desde la sala arrebujado en su capa en un rincón, con la barbilla embutida en
el verduguillo y no pudo mantener la infinita tristeza de su mirada.
Afortunadamente, pronto cerraron la puerta tras de sí y comenzaron el
parlamento con el comendador. Fonseca y Pacheco permanecieron en la sala,
atentos y prestos los oídos a dilucidar lo que estuviera sucediendo en el
interior de la habitación. Por el tono, el comendador no pidió explicaciones
por su cautiverio e, interpretando claramente el objetivo de sus interlocutores,
manifestó de entrada su negativa a renunciar a sus derechos. A las
recomendaciones respondía con la fuerza de la legitimidad que le amparaba y que
residía en el nombramiento realizado en el capítulo de la orden, conforme a los
estatutos y reglas de la misma, que solamente podrían no ser sancionadas por el
rey si se hubiera procedido con irregularidad. Su voz traspasaba los muros
firme y serena. No aceptaba tampoco los argumentos de la edad a los que
contraponía su buena salud y la experiencia acumulada al servicio de la orden
en mil batallas y misiones. Solo algo alteró su voz, volviendo agresiva sus
refutaciones.
—¡Antes
el tormento y la muerte que dejar la Orden en manos de un botarate inmoral,
irreverente e incrédulo! —fue el grito exánime que acabó por conmover al
arzobispo.
El
secretario real, impotente ante la cerrazón de Somoza, había descubierto las
intenciones del rey de proponer a su favorito Juan de Valenzuela para el cargo
de gran prior, acabando por sublevar al comendador. Había llegado el momento de
intervenir.
—Dejadme
solo con el comendador —les dijo Fonseca a los fracasados negociadores.
El arzobispo entró en la habitación
portando dos pergaminos enrollados bajo el brazo izquierdo. El comendador no se
movió de su rincón y Fonseca hubo de hacer un esfuerzo para disimular su
impresión y continuar firme en su resolución. Ya no era el comendador que lucía
orgulloso su hábito por los corrillos cortesanos: era un hombre abatido, al que
las pocas horas de reclusión le habían dejado huellas de años, creciendo
desmesuradamente los pliegues de su rostro bajo unos ojos que habían perdido la
vida. Las pronunciadas arrugas de su despejada frente hablaban de la
incredulidad respecto a lo que le estaba pasando y la poca piel que asomaba
tras la poblada barba cárdena, otrora curtida y cincelada en el arrojo y el
valor de una existencia de riesgo y continuo desafío, se presentaba ahora
traslúcida, débil y temblorosa.
—¿Por qué no toma asiento, comendador?
—fue el saludo de Fonseca.
Somoza obedeció, sentándose en una silla,
dejando caer sus codos sobre la mesa, en la que había recado para escribir,
para a continuación frotarse la cara con sus dos manos, mesándose finalmente
sus cabellos. Era como si quisiera quitarse el velo de la crueldad con el que había
sido cubierto y pensar por un momento que no era cierto lo que le estaba
ocurriendo.
—Perdón, excelencia —dijo al cabo—. Pero
debe comprender que no estoy para formalidades…
—Me hago cargo, comendador. Debe aliviar
su estado, a pesar de todo, si piensa que aceptando la renuncia cumple la
voluntad del rey. Y no dude que será recompensado.
Somoza volvió a restregarse la cara, esta
vez con más parsimonia.
—Hace muchos años que hice un juramento:
poner mi vida y mi espada en defensa de nuestra fe —respondió el comendador,
con insondable tristeza—. Sabe mejor que nadie lo que significa nuestro lema Pro
fidei o, si lo prefiere más extensamente Tuitio Fidei et Obsequium
Pauperum. Y han sido muchos los años en los que he tratado de ser fiel a
este juramento hasta el extremo de que todas mis renuncias han sido por
defender la fe, por ayudar y obsequiar a los más pobres y necesitados, por
defender la verdad de nuestra orden. Pero nunca llegué a pensar que un día me
encontraría en este dilema de tener que renunciar atentando contra mi propia
orden, contra mi propia vida.
—No creo, freire, que estés atentando
contra tu orden. Cumples, como buen vasallo, con un mandato de tu rey —intentó
reconfortar Fonseca.
—Un rey nunca puede ir contra la justicia
ni contra los sublimes principios de una institución de siglos.
—¿Acaso está mancillando el rey esos
principios? —preguntó Fonseca, haciéndose el incomprendido.
—Sí, lo afirmo rotundamente ante vuesa
excelencia, ante el juez y ante el potro de tortura. Mancilla esos principios
irrenunciables desde el mismo momento en que quiere la dignidad para su
favorito Valenzuela.
—El rey tiene esa facultad de otorgar
mercedes a quien crea que son merecedores de ellas —insistía Fonseca, con poco
convencimiento.
—Estos días en la corte había oído hablar
de las extravagancias de un tal Juan de Valenzuela, de sus andanzas y
fechorías, pero nunca había podido imaginar que semejante personaje podría
siquiera portar la cruz hospitalaria y, menos aún, regir los destinos de la
orden. Por eso me sublevo más aún que por el allanamiento de la justicia que
contra mí se ejerce —respondió contundente, mirando a los ojos de Fonseca—. Los
cuatro brazos de nuestra cruz representan las cuatro virtudes cardinales,
fortaleza, justicia, templanza y perseverancia, que deben adornar a un
caballero sanjuanista. Dudo mucho que este sujeto atesore una sola de esas
virtudes y menos aún que sea capaz de seguir alguna de las ocho
bienaventuranzas que simbolizan las ocho puntas de nuestra cruz de Malta. No es
una simple merced, excelencia. No solo se trata de gobernar los castillos y
señoríos de la orden; es mucho más lo que nos sostiene y da sentido y verdad a
los caballeros de San Juan de Jerusalén.
—¡¿Crees que yo no sé todo eso,
comendador?! —preguntó Fonseca, empezando a impacientarse—. No necesito
lecciones, Somoza. Lo que necesito es que me digas si aceptas o no la voluntad
del rey. Y ya sabes lo que conlleva ir contra esa voluntad.
—Le vuelvo a decir, excelencia, que una
injusticia nunca puede considerarse voluntad del rey. Nuestro gran prior frey
Gonzalo de Quiroga se estará revolviendo en su tumba ante tamaña agresión. Él
ya les dijo a los miembros del capítulo que yo sería la persona más indicada
para tomar su testigo y él mismo me hizo prometer que lo aceptaría y llevaría
con dignidad el mandato.
—También te hizo prometer frey Gonzalo
alguna cosa más —insinuó Fonseca, dando unos pasos hacia un lado, arqueando las
cejas y haciéndose el interesante.
—No sé a qué se refiere, excelencia
—respondió Somoza, desconcertado.
—Mira, freire: vayamos a lo práctico y
dejémonos de retóricas —le dijo Fonseca, mirándole ahora fijamente—. El gran
prior Quiroga le hizo prometer en su lecho de muerte que apelaría y lucharía
hasta el límite para ganar el secular pleito que mantiene con la Mesta por los
derechos de pastos y de paso del ganado. De ganar o perder dicho pleito depende
en buena parte el sustento de la encomienda de Peñalén. ¿Me equivoco, o estoy
en lo cierto?
—¿Cómo ha sabido todo eso, excelencia?
—interpeló Somoza, que no salía de su asombro.
—Eso es lo de menos, freire. Has de saber
que estás ante uno de los hombres mejor informados de Castilla. Tengo una
extensa red de informadores por todo el reino y no olvides que las iglesias,
las parroquias, los curas y los beneficiados, son mis mejores agentes. Y, en
este caso, además presido la cancillería de justicia del reino —le dijo
arrogante—. Si quieres cumplir con esa promesa ante tu admirado Quiroga, ahora
tienes la oportunidad. Firma la renuncia —le extendió uno de los pergaminos— y
te llevas la resolución a favor de la encomienda de Peñalén contra la Mesta —le
dijo mientras le extendía el otro rollo.
Somoza miraba a uno y otro de los
documentos sin acabar de comprender en
su totalidad la dimensión del trato que le ofrecía el arzobispo.
—Tanto si acepto una cosa como la otra
—acertó a decir al fin—, estoy colaborando con ultrajar el derecho. Me ofrece
seguir el juego a frivolizar con algo tan sagrado como las garantías de
justicia que han de sostener un reino. No puedo, excelencia, por mi propia
honra.
—Tienes que decidir entre la honra de
haberte enfrentado al mismísimo rey y volver a tu castillo de Peñalén con el
pleito perdido para siempre y la ruina para tu encomienda, o la deshonra de tu
renuncia, pero con el honor de ser el comendador que ha vencido al poderoso
Consejo de la Mesta y solucionado los agobios económicos de la comarca.
Cariacontecido, con el ceño fruncido,
volvía a mirar los documentos, leyendo a grandes saltos. La tristeza inundó su rostro y, a pesar de
los esfuerzos, una lágrima saltó de sus ojos, meciéndose en los surcos de la
cara para morir al empapar su densa barba.
—¿Dónde he de firmar? —dijo al fin,
tragándose su propia sangre.
—Aquí —señaló el arzobispo.
—¿Quién son estos testigos? —preguntó sorprendido
al ir a estampar su firma.
—¡Qué más da, freire! Nadie pondrá en
duda tu renuncia.
Somoza mojó la pluma en el tintero,
negando con la cabeza; trazó su rasgo al final del documento y se lo entregó al
arzobispo.
—Que quede constancia, excelencia, que
acepto a renunciar a mis prerrogativas tras haber reconocido en el rey, y en
vos como su representante, un acérrimo enemigo de la justicia.
—Dejemos al rey en paz y disfrute de sus
derechos de pastos. Vaya con Dios, freire, y no dude que sabré recompensarle
aún más en el futuro.
—Ya no tengo futuro, excelencia. No tengo
futuro —le contestó abatido, mientras enrollaba su documento—. Haga el favor de ordenar que me acerquen
aparejado mi caballo. Quiero abandonar este lugar cuanto antes. Saldré en unos
momentos; en cuanto me recomponga algo —le dijo al arzobispo mientras éste
salía de la habitación.
Ya en la sala, Fonseca exhibió con aire
de suficiencia, pero sin estridencias, el pergamino con la renuncia ante la
perplejidad de los primeros negociadores y la íntima alegría de Pacheco, que
tuvo que reprimir sus ganas de celebrarlo. El arzobispo ordenó a un criado que
preparasen la montura del comendador y salieron todos de la casa, para ver
partir a Juan de Somoza. Al cabo de un rato, arreglada algo su indumentaria y
haciendo ímprobos esfuerzos para mantenerse erguido, apareció el comendador.
Montó en su caballo y, sin pronunciar palabra, arreó a la bestia.»
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