lunes, 9 de enero de 2017

Fiestas y Calendario Laboral. Guardar las fiestas en la Córdoba renacentista

 Fiesta de campesinos ( 1550, Kunsthistorisches Museum, Viena)
La publicación del calendario laboral de 2017 ha coincidido en el tiempo con la celebración de las fiestas navideñas donde, como viene siendo ya habitual, se reavivan hasta la enervación los «postureos» laicistas, encontrándonos situaciones tan ridículas como la pretensión de sustituir la Navidad por las Fiestas del Solsticio de Invierno, proclamada por la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena. Sin embargo, llama la atención que en ese contexto haya pasado desapercibido el hecho de que, en dicho calendario, la mayoría de fiestas tengan un marcado enunciado religioso. Como puede verse en el portal del Ministerio de Empleo y Seguridad Social, empezando por la Epifanía del Señor (6 de enero) y acabando con la Navidad (25 de diciembre), aún existe un absoluto predominio de fiestas religiosas, aunque hayan perdido en su celebración esa misma dimensión. 
Y es natural, porque forma parte de una cultura aceptada mayoritariamente, que infunde igualmente en la modulación del mundo laboral y que ha sido respetada incluso por el capitalismo más descarnado. Entre otras cosas, como advierte José Manuel Naredo, porque el capitalismo naciente vio con buenos ojos las alabanzas a la vida "ordenada" por el trabajo y la reglamentación monástica. El toque de las campanas en iglesias y monasterios pronto se vería imitado por la sirena de las fábricas para que, por primera vez en la Historia, los hombres se levantaran al unísono, como dirigidos por un jefe invisible, para someterse a través del reloj al ritmo prefijado del proceso económico.
Indudablemente, esta influencia queda actualmente limitada a marcar en el calendario los días elegidos para el ocio del trabajador, sin más incidencia en la organización del trabajo o el descanso. Es una reminiscencia de aquella antigua sociedad, especialmente en la época medieval y renacentista, tremendamente  sacralizada, en la que toda su actividad e instituciones estaban mediatizadas por la religión. Como sabemos, la Iglesia tenía jurisdicción propia, poseía inmensas propiedades rústicas y urbanas, cobraba impuestos mediante los llamados diezmos eclesiásticos, la asistencia social de hospitales, asilos, etc., estaba en sus manos, era una potencia económica que incluso financiaba a la corona en sus empresas y campañas bélicas, y regulaba todos los comportamientos sociales y culturales. Pero sorprende siempre profundizar en algunos temas, como por ejemplo el tema laboral que nos ocupa, y observar que su presencia y determinismo era abrumador. 

Con esta intención nos hemos detenido en la lectura de las Constituciones Sinodales del Obispado de Córdoba, hechas por el obispo don Alonso de Manrique y publicadas en Sevilla en 1520, que constituye el documento probatorio y fehaciente de la directa intervención de la Iglesia de Córdoba en la reglamentación laboral, pues el “modo” de guardar esas fiestas, tal y como lo establecía la Iglesia en tiempos pretéritos, entra de lleno en el campo laboral aunque su finalidad esencial sea salvaguardar un precepto doctrinal. Las Constituciones Sinodales eran códigos doctrinales que los obispos compilaban y publicaban periódicamente para orientar a los fieles y ministros en la práctica y principios de la doctrina cristiana y marcaban las pautas de gobierno de su diócesis. Así, junto a la definición y explicación de preceptos y principios de fe, impartía normas explícitas sobre el modo de enseñar catequesis, la formación del clero, la conducta de los ministros, normas de recaudación de diezmos, penas espirituales y temporales en los casos de infracción o quebrantamiento de los mandamientos de la Iglesia, etc. A nosotros, desde el punto de vista de la ordenación laboral, nos ha interesado el capítulo once titulado “de la amonestación que los rectores han de hacer a sus feligreses que guarden las fiestas, y cómo y cuáles se han de guardar, con el arancel de las penas”.
Tras la exposición de motivos y fundamentos, el documento establece expresamente las fiestas que hay que “guardar”, dando, así, una relación por meses de las mismas; o lo que es lo mismo, un calendario en toda regla. El total de fiestas de guardar instituidas en el Obispado de Córdoba para ese año de 1520 suman 42 días que, unidos a los 52 domingos, totalizan 94 días no laborables al año; es decir, prácticamente el 26% del año. Esto, en sí mismo, ya indica, además de la intensa sacralización de la sociedad renacentista, una clara y manifiesta injerencia en el mundo laboral y en todos los órdenes de la actividad económica. No obstante, en términos cuantitativos no podemos compararlo con la época actual, donde el tiempo de ocio es mucho mayor teniendo en cuenta además los sábados, las vacaciones y puentes festivos, con independencia de que no nos sirve como medidor la actual dicotomía ocio-trabajo, dada la evolución histórica del significado del trabajo y su tardía razón productiva. Sí nos interesa más su dimensión cualitativa, explícita en la tercera parte del documento donde desarrolla toda la normativa para el cumplimiento de ese calendario.

Para ello, el obispo inserta literalmente en su constitución una concordia, que a tal efecto había sido establecida en 1505 entre el corregidor y cabildo municipal, por un lado, y representantes del obispo y cabildo eclesiástico, y que ahora confirma y revitaliza. Estamos ante un ejemplo claro de colaboración entre el poder civil y el eclesiástico en pro de salvaguardar unos principios morales y doctrinales. La letra de la concordia la pone claramente la Iglesia, las normas y penas corresponden a su particular jurisdicción, como veremos, apoyando la potestad civil a la autoridad eclesiástica para evitar todo conflicto jurisdiccional.
La concordia inserta tiene, a su vez, una estructura perfectamente definida: una declaración de principios, una pormenorizada exposición normativa y, por último, las penas y sanciones a los infractores.


La exposición de motivos gira en torno a una doble coordenada; procurar que las fiestas “sean mejor guardadas”, como primera y principal, y prever, en segundo lugar “la necesidad de la gente”, es decir, contemplar aquellos casos de imperiosa necesidad en los cuales la norma puede ser de alguna forma atenuada o atemperada.
Uno de los casos de mayor excepcionalidad que se menciona en el preámbulo de la concordia, sin detrimento de otros que después se enunciarán, se refiere a la actividad mercantil en los días de feria que coinciden con algunas fiestas religiosas. En estos días se incrementa notablemente población y aumentan la necesidad de comprar y vender, por lo que es necesario que “se les diese alguna moderación e interpretación honesta (se refiere a la actividad mercantil) por la mucha necesidad que especialmente se ofrece en los tales días feriados”. De lo contrario, si imperase sólo la regla rígida, y no flexible, de guardar las fiestas, “la comunidad recibiría mucho detrimento, y muchas personas así en lo que toca a sus haciendas”. Existe en este texto una cierta supeditación o acomodación del precepto a los evidentes intereses económicos de la población cordobesa en los días de feria.
La ordenanza va dirigida a todos los vecinos y moradores de la ciudad y su término, así como villas y lugares del obispado, reafirmando el precepto genérico y prioritario de guardar las fiestas “sin hacer ninguna obra servil, ni de trabajo en todos y quales quier oficios y ejercicios de qualquier qualidad y condición que sean”, asistir a misa, rogar a Dios por los pecados, todo aquello para lo que la Iglesia instituyo las fiestas. 
Los dos primeros epígrafes normativos están dedicados a la actividad mercantil. Para atender y cubrir los casos de extremada necesidad, los vecinos de Córdoba podrán vender y comprar “contar que las dichas cosas sean para vestuario o mantenimiento, o necesario para granjería del campo”, siempre después de salir de misa mayor de la Catedral de Córdoba y no antes. Es decir, una vez cumplimentado el precepto de santificar las fiestas.

La manera de cómo han de efectuarse las ventas también está reglamentada. Las tiendas no podrán exponer sus productos y artículos a la vista del consumidor, que deberá estar “la mercadería honestamente puesta dentro” y las tiendas que tengan dos puertas deberán tener cerrada una de ellas. Los boticarios y especieros también pueden vender con tal que “sea honestamente con alguna diferencia de los otros días de la semana”.
Los transportistas de la paja o cualquier materia prima, sólo pueden traer sus mercancías en días de fiesta si se trata de venderla o acarrearía a algún hospital o institución de beneficencia, según una antigua costumbre.
De los tintoreros, que tiñen paños, se tienen noticias de su falta generalizada contra este precepto. Se les recuerda la prohibición de trabajar, “que de aquí adelante no tiñan ni tiendan paños”, excepto por causa “que dicen de la tina”, que debe ser un proceso químico que no puede interrumpirse, siempre con la licencia del provisor.
Los batanes y molinos de aceite deben cesar toda su actividad. A los molinos de trigo o cebada para hacer pan se les permite moler siempre después de misa mayor, o en casos de necesidad o carestía tan frecuentes en aquellos tiempos.
Para los curtidores, artesanía tan prospera en Córdoba y que todavía hoy es conocida, contempla la necesidad de “enjugar los cueros en tiempo de invierno”, por lo que se les permite “enjugar y poner a colgar” los cueros curtidos en días de fiestas desde el día de Todos los Santos hasta Pascua Florida. Igualmente, se permite el traslado de los cueros desde las carnicerías hasta las “cortidurías durante todo el año.
A los tejedores les permite sacar el lino en cualquier día que éste llegase al taller, aunque fuera fiesta, teniendo en cuenta el peligro y los inconvenientes “que en ello viene en la tardanza”.
Las faenas agrícolas están todas prohibidas. Sólo contemplan la excepción de sembrar y segar el “pan”, refiriéndose a los cereales, si es tiempo de necesidad, con la licencia expresa del provisor general de la diócesis. Respecto a las labores vinícolas en el lagar, sólo se permite en día de fiesta si en ese día coincide que se concluye la labor.
El control de esta normativa recae en la jurisdicción eclesiástica que por medio del alguacil del señor obispo, al que se le permite tener tres hombres como ayudantes, velará por su cumplimiento e impondrá las sanciones, cuya cuantía de la pena debe estar en relación a la proporción de servilismo del trabajo o de la productividad que reporta la correspondiente actividad. De otro modo, no se explica la disparidad de categorías de multas.
Los pescadores, por ejemplo, tienen también prohibida toda actividad en días festivos, sin ninguna cláusula de excepción. Sin embargo, las penas son diferentes según sean las artes de pesca empleados. Para pescadores “con barco”, la pena es de nueve maravedís, pero los pescadores con red deberían pagar doce.

Siega. Breviario Besançcon. BM. Ms.0069

 Los que "lavaren lino", es decir, procedieran a su maceración en agua, pagarán doce maravedís, pero los que lavaren paños o lanas, que es una actividad parecida, han de pagar sólo nueve maravedís, que es la multa mínima que contempla la concordia.
A los tintoreros, que fueron objeto de una atención especial en la normativa, se les diferencia también la pena si se trata de teñir o enjuagar los paños. En el primer caso pagarán nueve maravedís, pero si se les sorprende en el “enjugo” (eliminando la humedad de los paños), la pena es mucho mayor, ascendiendo a venticuatro maravedis,
Los acarreadores sorprendidos en días festivos deberán soportar la quema de sus cargar o entregar la paja, leña o carbón a la ermita de San Lázaro, o a los pobres de los hospitales, además de pagar doce maravedís. Para los vinateros, taberneros y tenderos, la pena es también de doce maravedís. Al tabernero le está prohibido servir comidas el domingo por la mañana antes de misa mayor o pagará doce maravedís por cada comedor.
Los oficiales de cualquier oficio que se hallare trabajando, pagarán trece maravedís por cada “hombre”; es decir, por cada peón trabajando a su servicio. Cualquier actividad de los curtidores está penada del mismo modo con doce maravedís, pero si “tendiera alguna corambre”, la sanción asciende a los veintitrés maravedís. Las faenas agrícolas realizadas en festivo, sin mediar necesidad de sembrar, son penadas con nueve maravedís, pagándolos el que contratare al jornalero. Los hortelanos, del mismo modo, no podrán sacar agua con bestia los domingos bajo pena de doce maravedís, y si se negase deberán pagar un real. Y los hornos no podrán encenderse los días de fiesta, sin excepción alguna, lo que está en franca contradicción con las hechas a los molineros de “pan” en días de carestía. La concordia incluye el mandamiento imperativo de que se cumpla en todo el obispado por juzgarse “ser útil y provechosa que los dichos días de fiesta sean mejor guardados y la necesidad de la gente socorrida”, no sin antes aludir a los casos de reincidencia, en los cuales será el provisor el que proceda “con todo rigor de derecho”.

En definitiva, estamos ante una curiosa y expresiva muestra de cómo la Iglesia intervenía en el mundo laboral, ordenando y regulando su actividad en los días festivos.

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