domingo, 5 de marzo de 2017

Juana Pimentel. La condesa que se enfrentó a su tiempo


Juana Pimentel. Retablo de la capilla de Santiago. Toledo
Cuando se acerca la celebración anual del Día Internacional de la Mujer, es frecuente que se nos recuerde la necesidad rescatar del olvido a las mujeres, hacerlas visibles, incorporarlas a la Historia y cambiar los parámetros interpretativos de la Historia tradicional. Pues bien, en esa dinámica, quiero rememorar hoy a una mujer que, quizás empujada por sus circunstancias vitales, luchó contra su tiempo en una época, el siglo XV, en la que la sumisión de la mujer era carta de naturaleza. Se trata de Juana Pimentel, segunda esposa del todopoderoso condestable don Álvaro de Luna, cuya singular biografía deja poco espacio a la creatividad literaria del narrador que pretenda abordarla. En principio, pudiera parecer extraño una personalidad rebelde e incontestable en la esposa del que ha pasado a la historia como un tirano, usurpador no solo de la voluntad del rey sino incluso del patrimonio de la corona de Castilla. No obstante, la convivencia con ese hombre explicaría de alguna manera su conducta pues don Álvaro de Luna, pese a su arrogante imagen externa y su totalitarismo político, tenía una dimensión personal más amplia y rica de lo que normalmente le es reconocida. Paradójicamente, promovió en la corte el culto a un sofisticado lirismo y a las proezas caballerescas, saliendo de su pluma el Libro de las virtuosas e claras mugeres, con el que contribuyó a crear una imagen sólida de la virtud femenina, rompiendo moldes en el debate sobre la naturaleza de la mujer, hasta el punto de ser considerado hoy un hito importante en la historia de literatura proto-feminista.
            Hija del II conde de Benavente, se casó muy joven, con diecisiete años, con el condestable viudo de doña Beatriz de Portocarrero, que ya rondaba los cuarenta. Fue, en principio, un matrimonio de conveniencia pues don Álvaro aprovechó la oportunidad de reforzar la alianza con el también poderoso conde, con el que ya le unía cierta afinidad política. Pero el vínculo fomentado durante los  trece años que estuvieron casados superó la fuerza derivada de una mera transacción, a juzgar por la  energía con la que Juana exhibió su fidelidad a la memoria y al legado de su marido. Porque fue precisamente con la prisión y muerte de don Álvaro cuando emerge su protagonismo personal y político, luchando contra la injusticia, contra reyes y nobles, poniéndose además el mundo por montera, despreciando los usos y costumbres impuestas por la moral social establecida.

Castillo de Escalona

            A principios de abril de 1453 es apresado por orden real el condestable don Álvaro de Luna, confiscándosele además todos sus bienes y dominios, lo que era sin duda parte importante en el objetivo de la operación de derribo del condestable. A mediados de mes, el rey, que ambicionaba apoderarse del fabuloso tesoro que se creía guardado en el castillo de Escalona, pensaba que todos los dominios se le entregarían sin dificultad, pero no contaba con la respuesta de Juana Pimentel que, con su hijo Juan de Luna, recurrieron a las armas y se encastillaron, precisamente, en el inexpugnable castillo de Escalona. El rey manda poner cerco al castillo y conmina a Juana y a su hijo a deponer las armas, rendir el castillo y hacerle el debido «juramento e pleito e homenaje que en esta razón yo tengo ordenado». Pero esta respondió con una carta protestando de la crueldad de la prisión de su marido, reafirmándose en su voluntad de resistir con las armas, llamando en su defensa al papa, a los príncipes cristianos y «hasta a los moros y los diablos, si fuera preciso», lo que provocó la cólera del rey. «Vi un escripto lleno de toda blasfemia e deslealtad e non menos deshonestidad e orgullo e loca sobervia …,  firmado de vuestros nombres, sellado con vuestros sellos …», le replicó Juan II con fecha de 22 de mayo, calificando además el contenido de la reacción de doña Juana «como imprudente e desvergonzada e perversa e desonesta e deslealmente, e contra toda verdad en vuestro escripto se contiene…»,  refiriendo en otro lugar «la malvada e facinerosa  e esecrable e deslealtad e traición heréticamente conminada por vuestro escripto…». El 3 de junio sería ejecutado don Álvaro de Luna y el mismo rey, en otra carta fechada el 18 de junio en el real de Escalona, es decir en el sitio y asedio de la fortaleza, da cuenta de la resistencia de Juana Pimentel y su hijo, que siguen «alzados e rebellados en mi deservicio en la villa de Escalona e han fecho e fasen della guerra  e otros males e daños… aun lanzando piedras con bombardas e saetas con yerva e con culebrinas,  e serpentinas contra mi persona real e contra los que conmigo están…».

            La ejecución del condestable, sin duda, mermaría la resistencia anímica de la condesa, precipitándose el acuerdo, que no rendición incondicional, según vemos en dos cartas expedidas por Juan II, todavía desde el real de Escalona el 23 de junio de 1453. En ellas se disponía que Juana Pimentel y su hijo entregasen al monarca la posesión de la villa de Escalona, las dos terceras partes del tesoro custodiado en su fortaleza y se comprometiesen a la rendición de algunas plazas, como Trujillo o Alburquerque,  además de reconocer la autoridad del rey. A cambio, alcanzarían su perdón —que otorga con fecha 28 de junio— y el reconocimiento de sus derechos sobre gran parte de sus propiedades.
            A pesar de la merma patrimonial,  Juana siguió siendo una de la mujeres más poderosas del reino, provocando recelos entre la nobleza no solo por sus posiciones políticas, contrarias a la facción del rey Enrique IV, sino especialmente por su licenciosa vida al hacerse amante nada menos que del marido de una bastarda de don Álvaro de Luna. Por ello, el cronista Palencia dejó dicho de ella que «ni temía ser la rival de su hijastra, ni se avergonzaba de cometer adulterio con el yerno de su marido ajusticiado». Poder que se acrecentó con la prematura muerte de su primogénito, convirtiéndose en la tutora de su nieta María de Luna, a cuyas manos fue a parar toda la herencia del condestable. Desde entonces, y de un día para otro, pasó a gestionar y controlar un patrimonio que incluía el condado de San Esteban de Gormaz, Soria, Montalbán y, sobre todo, el Infantado de Guadalajara. Demasiado para no activar la codicia de los grandes nobles, como así ocurrió con el nuevo valido real, el marqués de Villena que, obsesionado con heredar el poder que tuviera don Álvaro, quería también igualarlo en riqueza patrimonial. Así, con el apoyo y refrendo real, decidió casar a su hijo Diego con esa niña, tomando para él la herencia.

Castillo de Montalbán
            Tampoco contaban con el temperamento de Juana Pimentel que no podía ver con buenos ojos esa herencia en manos de sus enemigos. Y no tuvo empacho en desafiar también la cólera del valido, firmando un acuerdo matrimonial con el marqués de Santillana —enemigo del valido real— el 21 de marzo de 1459 en el que prometía la mano de María a su primogénito Íñigo. El marqués de Villena presentó al rey el caso como desobediencia y, aprovechando también las veleidades del amante de Juana Pimentel con los nobles navarros rebeldes, movilizaron las tropas reales contra ellos, que no les quedó otro remedio que hacerse fuertes en el castillo de la Puebla de Montalbán, «famoso por su posición y defensas» en palabras del cronista. Al igual que en el anterior asedio, vendió cara su rendición, recibiendo con pólvora al mismo rey cuando este pidió ser acogido en la fortaleza. Y el precio fue caro: el amante fue condenado al exilio de Castilla y el marqués de Villena se llevó presas a Juana y a su nieta al fuerte castillo de Arenas de San Pedro. Aún así, como dice el profesor Luis Suárez, Juana Pimentel no perdió un ápice de su temple, pues aprovechando la turbulencia del reino que requería la máxima atención del marqués de Villena, y con todo sigilo, burlando la estrecha vigilancia, hizo venir al primogénito del marqués de Santillana, de la Casa Mendoza, al castillo de Arenas de San Pedro, donde estaban custodiadas. Descolgaron desde la cámara de la condesa una escala de cuerda por donde trepó el jovencísimo Mendoza y, pared por medio de sus enemigos, celebró y consumó el matrimonio con María de Luna (julio de 1460). Esta aventura, novelesca aunque real, tuvo una singular importancia para el futuro de Castilla ya que unió la Casa de Luna con la de Mendoza, elevando a esta al mayor poder de toda Castilla.
            No hace falta detenerse en el odio que, de nuevo, la condesa aventó en el rey Enrique y en el marqués, su ambicioso y atrabiliario valido. Juana Pimentel fue condenada por sus “escesos e rebelión e desobediencia e otras cosas fechas en mi deservicio e daño de la cosa pública de mis regnos” a pena de muerte y confiscación de todos sus estados y bienes. En 1462, en febrero, el rey la perdonó, remitiéndole la sentencia de muerte y concediéndole un juro de heredad de 125.000 maravedíes “por que ella tenga con que se mantener”. A partir de ahí Juana firmará sus cartas con la rúbrica de “la triste condesa”, aunque pienso que más que expresar su verdadero estado, era una muestra más de su irónico eufemismo con el que mostraba su displicencia hacia sus enemigos.
             Después de estos intensos acontecimientos, y como escribe Betsabé Caunedo del Potro, Juana Pimentel se retiró de la vida pública y buscó refugio en casa de los Mendoza de Guadalajara. Y allí, junto a su hija y su yerno, transcurrirían los últimos años de su azarosa y larga vida. Ellos fueron sus herederos y los que costearon los gastos de los bellos sepulcros en jaspe de la condesa y su esposo en la capilla de Santiago de la Catedral de Toledo.

            Juana Pimentel murió en Manzanares el 21 de diciembre de 1488. Dicen sus hagiógrafos que sin olvidar los agravios que le hicieron Juan II, Enrique IV y el linaje de los Pacheco; pero nosotros añadimos que acabó sus días sin perder el orgullo de haberse mantenido erguida frente a los poderosos que la creyeron presa fácil por ser mujer.  Sin duda, ella era una de esas «muchas mujeres que han resplandecido en la virtud», como escribiría un día su marido el condestable don Álvaro de Luna en su Libro de las virtuosas y claras mugeres. Porque tengamos en cuenta que  el sustantivo virtus, en el contexto temporal de la Edad Media, debemos traducirlo como vigor, madurez, valor, entereza, eficacia, mérito y excelencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario