El canónigo Pau Claris, Presidente de la Diputación de Cataluña |
Pase lo que pase en los próximos
días, soy pesimista con la situación provocada por el nacionalismo catalán
pues, aún en el supuesto de que no hubiera Declaración Unilateral de
Independencia, la fractura ya se ha producido de manera abrupta y, me temo que,
de manera irreparable. Me gustaría unirme a la ola de optimismo que produjo la
extraordinaria manifestación del día 8 de octubre, pero no puedo dejarme llevar
por esa euforia epidérmica, pues considero que la profundidad del desgarro
necesita mucho más que la sincera y emotiva intención de concordia de una de
las partes para su reparación. Y baso este pesimismo, en primer lugar, en el
bajo nivel de nuestra clase política actual —es difícil encontrar en nuestra
historia semejante páramo intelectual en nuestros políticos—, a la que
considero incapaz de tamaña gesta restauradora. El tema de esa fractura social
y cultural, basada en años de adoctrinamiento tanto desde las aulas como desde
las tribunas públicas, es de tal envergadura que no podemos dejar en tan pobres
manos tan ingente labor reparadora. Los que nos han llevado hasta aquí, bien
por acción u omisión, no pueden ser ahora los sanadores de una herida que han
dejado llegar a su putrefacción.
Pero es que, además, mi pesimismo tiene una fundamentación en la misma
condición humana, en la que la insolidaridad es una de manifestaciones más
inherentes, aunque la consideremos moralmente reprobable, estando en la esencia
del nacionalismo. Porque la historia de la insolidaridad se remonta al
principio de los tiempos, por mucho que después la reformularan los
fisiócratas, Adam Smith —«…el hombre reclama en la mayor parte de las
circunstancias la ayuda de sus semejantes y en vano puede esperarla sólo de su
benevolencia. La conseguirá con mayor seguridad interesando en su favor el
egoísmo de los otros y haciéndoles ver que es ventajoso para ellos hacer lo que
les pide…»—, los darwinistas sociales o la encontremos en el egoísmo ilustrado
de Savater. En los siglos pretéritos, la insolidaridad era un exponente
habitual en los abastecimiento de poblaciones en tiempos de carestía, epidemias
o malas cosechas, tanto a niveles individuales como colectivos. Las
alteraciones de mediados del siglo XVII en Andalucía, por ejemplo, tuvieron sus
orígenes en el atesoramiento de grano por parte de hacendados, para que
subieran los precios, y negaciones de auxilio de unas poblaciones a otras. En
el famoso motín del hambre de Córdoba de 1652 las turbas asaltan las casas y
almacenes, dándose el caso de encontrar en alguna el grano podrido, mientras la
gente se moría de hambre por las calles. El duque de Cardona, a pesar de la
orden del rey y de sus extraordinarios excedentes, se resistió a enviar grano a
la ciudad, y el marqués de Priego accedió a mandar un poco y carísimo, a cien
reales la fanega. Las ciudades que tienen no acuden en socorro de las que no
tienen, debiendo Málaga abastecerse en estos años de barcos procedentes de
Italia o el norte de África. Ya en la edad contemporánea tenemos el ejemplo de
los no trasvases de agua de cuencas con excedentes a otras que se mueren de
sed. Fue la insolidaridad la que frustró el plan hidrológico de Joaquín Costa y
es la misma insolidaridad la que impide ahora el trasvase del Ebro. Prefieren
ahogarse en su propia agua, pues raro es el año que ese río no se desborda,
antes que dar los excedentes —que se pierden en el mar— a las regiones cuyo
campos se agrietan por la sequía. Es igual que el hacendado cordobés que dejaba
pudrirse el trigo antes de abastecer a una población hambrienta.