martes, 10 de octubre de 2017

Insolidaridad y nacionalismo

El canónigo Pau Claris, Presidente de la Diputación de Cataluña

      Pase lo que pase en los próximos días, soy pesimista con la situación provocada por el nacionalismo catalán pues, aún en el supuesto de que no hubiera Declaración Unilateral de Independencia, la fractura ya se ha producido de manera abrupta y, me temo que, de manera irreparable. Me gustaría unirme a la ola de optimismo que produjo la extraordinaria manifestación del día 8 de octubre, pero no puedo dejarme llevar por esa euforia epidérmica, pues considero que la profundidad del desgarro necesita mucho más que la sincera y emotiva intención de concordia de una de las partes para su reparación. Y baso este pesimismo, en primer lugar, en el bajo nivel de nuestra clase política actual —es difícil encontrar en nuestra historia semejante páramo intelectual en nuestros políticos—, a la que considero incapaz de tamaña gesta restauradora. El tema de esa fractura social y cultural, basada en años de adoctrinamiento tanto desde las aulas como desde las tribunas públicas, es de tal envergadura que no podemos dejar en tan pobres manos tan ingente labor reparadora. Los que nos han llevado hasta aquí, bien por acción u omisión, no pueden ser ahora los sanadores de una herida que han dejado llegar a su putrefacción.
Pero es que, además, mi pesimismo tiene una fundamentación en la misma condición humana, en la que la insolidaridad es una de manifestaciones más inherentes, aunque la consideremos moralmente reprobable, estando en la esencia del nacionalismo. Porque la historia de la insolidaridad se remonta al principio de los tiempos, por mucho que después la reformularan los fisiócratas, Adam Smith —«…el hombre reclama en la mayor parte de las circunstancias la ayuda de sus semejantes y en vano puede esperarla sólo de su benevolencia. La conseguirá con mayor seguridad interesando en su favor el egoísmo de los otros y haciéndoles ver que es ventajoso para ellos hacer lo que les pide…»—, los darwinistas sociales o la encontremos en el egoísmo ilustrado de Savater. En los siglos pretéritos, la insolidaridad era un exponente habitual en los abastecimiento de poblaciones en tiempos de carestía, epidemias o malas cosechas, tanto a niveles individuales como colectivos. Las alteraciones de mediados del siglo XVII en Andalucía, por ejemplo, tuvieron sus orígenes en el atesoramiento de grano por parte de hacendados, para que subieran los precios, y negaciones de auxilio de unas poblaciones a otras. En el famoso motín del hambre de Córdoba de 1652 las turbas asaltan las casas y almacenes, dándose el caso de encontrar en alguna el grano podrido, mientras la gente se moría de hambre por las calles. El duque de Cardona, a pesar de la orden del rey y de sus extraordinarios excedentes, se resistió a enviar grano a la ciudad, y el marqués de Priego accedió a mandar un poco y carísimo, a cien reales la fanega. Las ciudades que tienen no acuden en socorro de las que no tienen, debiendo Málaga abastecerse en estos años de barcos procedentes de Italia o el norte de África. Ya en la edad contemporánea tenemos el ejemplo de los no trasvases de agua de cuencas con excedentes a otras que se mueren de sed. Fue la insolidaridad la que frustró el plan hidrológico de Joaquín Costa y es la misma insolidaridad la que impide ahora el trasvase del Ebro. Prefieren ahogarse en su propia agua, pues raro es el año que ese río no se desborda, antes que dar los excedentes —que se pierden en el mar— a las regiones cuyo campos se agrietan por la sequía. Es igual que el hacendado cordobés que dejaba pudrirse el trigo antes de abastecer a una población hambrienta.

Y esta insolidaridad, por desgracia, está en el ADN del nacionalismo catalán. Bastaría echar una mirada a la historia del proteccionismo en nuestro país para corroborar este aserto pues, como dijo en los años 30 Francesc Cambó, «los catalanes hemos sido siempre muy hábiles manejando los aranceles y defendiendo nuestros intereses. A veces, hasta las defensas que hemos impulsado han sido exageradas y, por tanto, perjudiciales e injustas». Siempre, desde las primeras mercedes que Carlos V concedió a Barcelona y las medidas que promulgó para proteger la industria de los paños catalanes, Cataluña ha estado a la cabeza de un proteccionismo que favorecía la producción autóctona frente a la competencia exterior. Ni liberales ni reformistas, ni republicanos ni dictadores pudieron con ese liderazgo y la política de privilegios hacia Cataluña se ha mantenido hasta nuestros tiempos, aunque la más reciente incorporación a la comunidad económica europea haya frenado el peso de la autonomía en el PIB nacional.
Su propia historia, por más añadidura, está jalonada de momentos críticos en los que la insolidaridad fue su moneda más acuñada. La crisis de los años 1638-1640 fue buena muestra de ello: los franceses atacan Fuenterrabía y el conde duque de Olivares propone atacar el Languedoc desde Cataluña, pero debe renunciar por las tiranteces en la relación con el Principado. Toda España se interesa por la suerte de Fuenterrabía: Aragón y Valencia participan en el esfuerzo común, menos Cataluña que se niega. Se toman represalias contra Francia prohibiendo el comercio, cumpliéndose en todo el país con la excepción de Cataluña que siguió comerciando con los franceses. Pero en 1639 la guerra con Francia toma como escenario las fronteras catalanas: la fortaleza de Salses es tomada por los franceses y recuperada después de largo y penoso asedio. Para esta empresa se necesitaron más soldados y dineros, dando la Diputación de Cataluña pocos y de mala gana. Esto provocó el hartazgo de Olivares quien, en carta del 29 de febrero de 1640, escribe en estos términos al conde de Santa Coloma: «Cataluña es una provincia que no hay rey en el mundo que tenga otra igual a ella… Ha de tener reyes y señores, pero que a estos señores no les han de hacer ningún servicio, ni aquel que es necesario precisamente para la conservación de ella. Que este rey y este señor no ha de poder hacer ninguna cosa en ella de cuantas quisiere, y lo que es más, ni de cuantas conviniere; si la acometen los enemigos, la ha de defender su rey sin obrar ellos de su parte lo que deben ni exponer su gente a los peligros. Ha de traer ejercito de fuera, le ha de sustentar, ha de cobrar las plazas que se perdieren, y este ejercito, ni echado el enemigo ni antes de echarle el tiempo que no se puede campear, no le ha de alojar la provincia… Que se ha de mirar si la constitución dijo esto o aquello, y el usaje, cuando se trata de la suprema ley, que es la propia conservación de la provincia…».
La actualidad y vigencia de algunos de los pasajes del conde-duque nos ahorra cualquier comentario y abunda nuestro pesimismo, corroborando la certeza de las palabras de Ortega acerca precisamente de la insolidaridad del nacionalismo desintegrador, confundida en el entramado de «intereses particulares, vilezas, pasiones y prejuicios colectivos instaladas en la superficie del alma popular».
Es mucho el sedimento de insolidaridad de esa región, ahora convulsa en ese nocivo «entramado» que perturba la convivencia y la armonía social. Y ¿quién puede restaurar esa situación?. No lo sabemos, pues no cabe esperar mucho de un gobierno inane, de un líder de la oposición que no sabe lo que es la nación, de unos dirigentes catalanes instalados en la ensoñación, y menos de unos partidos anti-sistemas encantados con este caldo de cultivo que se les ha servido en bandeja. Podrían mediar los intelectuales, pero a muchos les desacredita el complejo de culpa por haber dejado que fermentara esta situación, y podría mediar la Iglesia, si no fueran igualmente viles herederos de aquel canónigo de Urgel, Pau Claris, que, siendo presidente de la Diputación de Cataluña en aquellos sucesos que hemos narrado de 1640, prefirió poner Cataluña bajo la soberanía del rey Luis XIII de Francia. Sí, definitivamente, somos pesimistas.


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