miércoles, 13 de diciembre de 2017

Góngora y los villancicos andaluces




Luis de Góngora. Velázquez

Ahora que la Navidad avanza hacia una ineludible secularización, cuestionándose hasta el ridículo sus valores, símbolos y significados —baste en este sentido recordar el eufemismo de «Fiestas de Invierno» con el que se pretende enmascararla—, sorprende gratamente encontrarse con un grupo de jóvenes, con atuendos rocieros, cantando villancicos en medio de una plazuela, como me ocurrió el pasado domingo. Y es que, por mucho que lo intenten, será muy difícil destruir la dimensión popular de estas fiestas que tienen precisamente en el villancico el más claro exponente de ese matiz. En sus orígenes, el villancico es la canción popular del aldeano medieval que cantaba en todas sus fiestas y que, paulatinamente, merced a la amplia difusión que ante el pueblo va adquiriendo la devoción al Nacimiento de Cristo, va a tener una especial incidencia en el tema navideño. La propia etimología de la palabra —villancico viene de villanus-villano— nos refleja su origen humilde y, como tal, está caracterizado por un lenguaje ingenuo y vulgar que le otorga esa peculiaridad y encanto.

Estas formas de expresión gozaron de una gran difusión entre el pueblo y fue asimilada por los poetas y por la Iglesia, conscientes sin duda de esa tremenda popularidad. De ahí que esta asimilación se haga respetando el propio carácter del villancico, es decir, su temática popular y su lenguaje vulgar.

La introducción del villancico en las iglesias no se produjo hasta el siglo XVI, generalizándose su práctica a lo largo del XVII mediante la suplantación de los Responsorios de los oficios litúrgicos de Maitines por villancicos en lengua vernácula. Incluso el canto en latín de la Kalenda —que era la recitación cantada de la genealogía de Jesucristo—, que gozó tradicionalmente de una gran solemnidad, es suplantada en el siglo XVII por el villancico con texto vulgar.