A muchos sorprende el gusto por una cultura a la que aún se combatía en el final de la Edad Media española, pero es una realidad histórica que cuenta con numerosos y singulares testimonios, cuya contradicción era ya denunciada en su época. El mejor ejemplo es el monarca Enrique IV que nutrió de moriscos su guardia personal, usaba indumentaria genuinamente morisca, le gustaba comer en el suelo y montar a caballo a la jineta, tal y como lo hacían los pobladores de los territorios fronterizos. Los inventarios de los bienes de Alfonso V de Aragón (1416-1458), revelan la relación de prendas moriscas empleadas sistemáticamente durante la celebración de los juegos de cañas. Y, de igual modo, también la historiografía recoge cómo el príncipe don Juan, el rey Fernando el Católico y los nobles de su séquito se presentaron vestidos a la morisca, en Burgos, con ocasión de unos juegos de cañas en honor de la princesa Margarita de Austria, recién llegada a España. El gusto por lo morisco en aquella época —como ha estudiado Manuel Jódar— llegó a ser incluso símbolo de la representación e identidad del poder, como ocurre con el condestable Miguel Lucas de Iranzo. El doncel favorito del mismo Enrique IV, ya en Jaén, demostró una gran animadversión hacia los musulmanes como evidencia su pasión en la guerra contra éstos, derrochando por el contrario una marcada islamofilia motivada por su afán por aparentar la nobleza que no poseía, imitando así la forma de vida propia de la cultura oriental. Otro de los personajes notables de la corte de Enrique, el arzobispo Alonso de Fonseca —el que «se fue de Sevilla y perdió su silla»—, cuya extravagante vida ha sido protagonista de mi última novela en fase de borrador, se enfundó más la vistosa aljuba morisca, a pesar de ser el ideólogo de la Cruzada, que la vestidura talar de su condición eclesiástica, lo que motivó incluso que fuera denunciado a la mismísima Roma.
La extrañeza de este exotismo por parte de los extranjeros, representada en las manifestaciones de Philippe de Commynes durante la entrevista del monarca castellano con Luis XI de Francia, y la repugnancia que provocaba en muchos contemporáneos, como las reiteradas críticas vertidas por el cronista Alfonso de Palencia, desencadenó su radical rechazo tras la conquista de Granada, la irrupción del Renacimiento y la extensión de la cultura de la Contrarreforma, de modo que desde la segunda mitad del siglo XVI y, más aún, tras la expulsión de los moriscos al inicio de la siguiente centuria, esa página trascendental de nuestro pasado quedó relegada e ignorada. La Ilustración, como hemos visto, la rescató; el Romanticismo la exaltó y sublimó, sirviendo con ello de base a errores y mitos historiográficos, no exentos de componente ideológico, como el de la tolerancia o la convivencia de la tres culturas en Al-Ándalus. Estos mitos se han desmontado una y mil veces en el ámbito universitario; y sin embargo, sigue transmitiéndose a nivel popular especialmente en Andalucía, donde parece que interesa transmitir una imagen de ese pasado islámico como tierra de un esplendor bucólico y pacífico, siempre en confrontación con los arcaicos e intolerantes reinos cristianos.