lunes, 26 de octubre de 2015

El legado vivo de Al-Ándalus



Si algo me ha motivado la extraordinaria exposición de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (23 de septiembre-8 de diciembre 2015), exhibiendo la espléndida colección de dibujos del patrimonio monumental español de origen árabe que posee, ha sido observar la distinta y fluctuante consideración que a lo largo de la historia hemos tenido respecto a la cultura islámica. El mismo catálogo de la Exposición destaca el carácter ilustrado de la preocupación por el conocimiento y preservación de este patrimonio, olvidada en siglos anteriores tras el brusco quebranto de la fascinación medieval por la cultura árabe y revitalizada por los viajeros y estudiosos del siglo XIX.

A muchos sorprende el gusto por una cultura a la que aún se combatía en el final de la Edad Media española, pero es una realidad histórica que cuenta con numerosos y singulares testimonios, cuya contradicción era ya denunciada en su época. El mejor ejemplo es el monarca Enrique IV que nutrió de moriscos su guardia personal, usaba indumentaria genuinamente morisca, le gustaba comer en el suelo y montar a caballo a la jineta, tal y como lo hacían los pobladores de los territorios fronterizos. Los inventarios de los bienes de Alfonso V de Aragón (1416-1458), revelan la relación de prendas moriscas empleadas sistemáticamente durante la celebración de los juegos de cañas. Y, de igual modo, también la historiografía recoge cómo el príncipe don Juan, el rey Fernando el Católico y los nobles de su séquito se presentaron vestidos a la morisca, en Burgos, con ocasión de unos juegos de cañas en honor de la princesa Margarita de Austria, recién llegada a España. El gusto por lo morisco en aquella época —como ha estudiado Manuel Jódar— llegó a ser incluso símbolo de la representación e identidad del poder, como ocurre con el condestable Miguel Lucas de Iranzo. El doncel favorito del mismo Enrique IV, ya en Jaén, demostró una gran animadversión hacia los musulmanes como evidencia su pasión en la guerra contra éstos, derrochando por el contrario una marcada islamofilia motivada por su afán por aparentar la nobleza que no poseía, imitando así la forma de vida propia de la cultura oriental. Otro de los personajes notables de la corte de Enrique, el arzobispo Alonso de Fonseca —el que «se fue de Sevilla y perdió su silla»—, cuya extravagante vida ha sido protagonista de mi última novela en fase de borrador, se enfundó más la vistosa aljuba morisca, a pesar de ser el ideólogo de la Cruzada, que la vestidura talar de su condición eclesiástica, lo que motivó incluso que fuera denunciado a la mismísima Roma.

La extrañeza de este exotismo por parte de los extranjeros, representada en las manifestaciones de Philippe de Commynes durante la entrevista del monarca castellano con Luis XI de Francia, y la repugnancia que provocaba en muchos contemporáneos, como las reiteradas críticas vertidas por el cronista Alfonso de Palencia, desencadenó su radical rechazo tras la conquista de Granada, la irrupción del Renacimiento y la extensión de la cultura de la Contrarreforma, de modo que desde la segunda mitad del siglo XVI y, más aún, tras la expulsión de los moriscos al inicio de la siguiente centuria, esa página trascendental de nuestro pasado quedó relegada e ignorada. La Ilustración, como hemos visto, la rescató; el Romanticismo la exaltó y sublimó, sirviendo con ello de base a errores y mitos historiográficos, no exentos de componente ideológico, como el de la tolerancia o la convivencia de la tres culturas en Al-Ándalus. Estos mitos se han desmontado una y mil veces en el ámbito universitario; y sin embargo, sigue transmitiéndose a nivel popular especialmente en Andalucía, donde parece que interesa transmitir una imagen de ese pasado islámico como tierra de un esplendor bucólico y pacífico, siempre en confrontación con los arcaicos e intolerantes reinos cristianos.

lunes, 19 de octubre de 2015

La proliferación actual de procesiones. Peligrosa metamorfosis

Hace tiempo que aprendí a ser cauto a la hora de valorar cualquier tipo de manifestación pública, especialmente si ésta es de tipo religioso. Fue en el mes de junio del 83 cuando acudí a la sede de la Real Academia de Córdoba donde Jadwinga Konieczna-Twardzikuwa, profesora entonces de español en la universidad de Cracovia, disertaba sobre los “problemas de traducción de textos castellanos a la lengua polaca”. Más que el interés filológico, me movía el interés por conocer de primera mano lo que estaba ocurriendo en Polonia, entonces de palpitante actualidad con Lech Walesa en arresto domiciliario, la represión impuesta por Jaruzelski con la Ley Marcial y el papa Wojtyla aterrizando en el país. De ahí que algunos, tras el acto académico, acompañáramos a la doctora en un frugal refrigerio en el que respondió a todos nuestros interrogantes con una extraordinaria exquisitez y elegancia; sin acritud —a pesar de que fue obligada a dejar a su marido y su hijo en Polonia—, lo que otorgaba un tinte de autenticidad a sus palabras. En un momento determinado, con mi ingenuidad juvenil de entonces, ponderé la extraordinaria cualidad “religiosa” del pueblo polaco. “No, de ninguna manera. El pueblo polaco no es religioso”, me objetó, sin querer ofenderme. “¿Cómo se explica, entonces, tanta manifestación religiosa, esas grandes multitudes con cruces y velas que vemos en Televisión?”. “Porque son las únicas manifestaciones a las que la gente va libremente. Son muchos años de continuas manifestaciones obligatorias: ya por la visita de un mandatario comunista, ya porque es tal o cual aniversario de la revolución. Es una fiesta poder ir a una manifestación, en grupo, con tus amigos, sin temor y sin que nadie te lo imponga”.

Sin duda, muchos extranjeros que hayan pasado el verano en Andalucía, y sobre todo en Córdoba, se llevarán a sus países — si han sobrevivido a las temperaturas— la impresión equivocada de que los andaluces son “extraordinariamente religiosos”. Porque serán pocos, a pesar de que el verano es la estación menos propicia, los que no puedan contar la experiencia de haberse encontrado con una “típica” procesión. Tal ha sido la proliferación que no ha quedado una semana libre en el calendario estival. Cualquier motivo es ya suficiente para sacar las imágenes a la calle: aniversarios, efemérides, estrenos de ajuar, traslados… Nunca, ni siquiera después de la guerra civil, ha habido tantas procesiones a lo largo de todo el año como está ocurriendo en estos tiempos. No me extraña que protesten los policías por las horas extras, los regidores municipales que no saben cómo organizar el tráfico, los restaurantes porque pasan o dejan de pasar por sus puertas… Hasta en Marbella —símbolo de la secularización— un restaurante con estrella Michelin ha tenido que denunciar a la vecina Hermandad, cansado de tanto y tan ruidoso folklore religioso.

jueves, 15 de octubre de 2015

Escribir es llorar... también en el siglo XXI

“Escribir en España no es llorar, es morir, 

Porque muere la inspiración envuelta en humo…”

(Luis Cernuda, A Larra, con unas violetas)

Inevitablemente, todo escritor, en algún momento determinado de su vida habrá rememorado aquella sentencia de Larra, desgarradora y eminentemente reveladora de las dificultades a las que se enfrenta todo el que pretende hacer de la  escritura su «modus vivendi». Muchos, como Cernuda —que incluso fue más allá—, hicieron su propia versión del venturoso aforismo para adaptarlo a sus propias circunstancias. Recuerdo incluso expresiones extremas y castizas, como la que hiciera el profesor Feliciano Delgado en la presentación de un libro, al comenzar diciendo que “si para nuestro escritor romántico escribir en España era llorar, en Córdoba ya no quedan lágrimas…”.
Esto me lleva a reflexionar acerca de la viabilidad “existencial” de un escritor, hoy, cuando hemos superado la primera década del siglo XXI. Ya sé que hay quienes piensan con Simenon que “escribir no es una profesión” y que las motivaciones vocacionales para un escritor superan habitualmente el ámbito de lo prosaico: “escribo porque para mí no hay otro destino”, dejó dicho Borges. Pero aún así, el escritor es también un hombre determinado por los mismos condicionamientos vitales y naturales de todo mortal, cuyo primer imperativo es vivir con dignidad, y no únicamente sobrevivir. Por eso me rebelo y no me resigno a aceptar ese determinismo histórico que parece arrastrar la gloria literaria, aparejándola con la estrechez económica, cuando no con la miseria.
Sin necesidad de alejarnos en la historia de la literatura, causan estupor las últimas líneas de la biografía de Galdós, ciego y pobre, salvado de la indigencia a duras penas merced a la humillante suscripción popular, después del éxito y la extraordinaria fecundidad literaria. Más cercanos a nosotros, están los dolorosos casos de las dificultades económicas de Rosa Chacel, Alfonso Grosso, Celaya o José María Gironella que removieron incluso la conciencia de algunos dirigentes y quisieron aplacarla con proyectos de protección de la vejez de los escritores, quedándose éstos en el imaginario mundo de las buenas intenciones.
A pesar de mi rebeldía, hemos de reconocer la dureza del oficio en nuestro país. A las dificultades para publicar, se añade la escasa rentabilidad y la tiranía de los mercados que impone productos de consumo por encima del valor literario, así como la primacía de lo todo lo que llega del exterior y llena los anaqueles de un inquietante “larsonismo”, como  me gusta llamar a este fenómeno invasor. Para más abundamiento, las quejas y los lamentos de escritores consagrados hunden en el pesimismo a cualquiera y desmoralizan embrionarios proyectos de carreras literarias. A Lucía Echevarría, por ejemplo, no le salen las cuentas y recientemente decía que cobraba “menos por horas que mi asistenta”. Fernández Mayo refiere que “de los libros, viven exclusivamente diez, los que pasan de cien mil ejemplares vendidos por título”. Y son  muchos los que,  con Daniel Arjona, afirman que “hacer frente al euríbor pluma en ristre sea todavía, lamentablemente, una práctica de riesgo en la España del XXI”. Para colmo, Juan Marsé asegura que “hace muy poco que pude vivir de la literatura”.