lunes, 19 de octubre de 2015

La proliferación actual de procesiones. Peligrosa metamorfosis

Hace tiempo que aprendí a ser cauto a la hora de valorar cualquier tipo de manifestación pública, especialmente si ésta es de tipo religioso. Fue en el mes de junio del 83 cuando acudí a la sede de la Real Academia de Córdoba donde Jadwinga Konieczna-Twardzikuwa, profesora entonces de español en la universidad de Cracovia, disertaba sobre los “problemas de traducción de textos castellanos a la lengua polaca”. Más que el interés filológico, me movía el interés por conocer de primera mano lo que estaba ocurriendo en Polonia, entonces de palpitante actualidad con Lech Walesa en arresto domiciliario, la represión impuesta por Jaruzelski con la Ley Marcial y el papa Wojtyla aterrizando en el país. De ahí que algunos, tras el acto académico, acompañáramos a la doctora en un frugal refrigerio en el que respondió a todos nuestros interrogantes con una extraordinaria exquisitez y elegancia; sin acritud —a pesar de que fue obligada a dejar a su marido y su hijo en Polonia—, lo que otorgaba un tinte de autenticidad a sus palabras. En un momento determinado, con mi ingenuidad juvenil de entonces, ponderé la extraordinaria cualidad “religiosa” del pueblo polaco. “No, de ninguna manera. El pueblo polaco no es religioso”, me objetó, sin querer ofenderme. “¿Cómo se explica, entonces, tanta manifestación religiosa, esas grandes multitudes con cruces y velas que vemos en Televisión?”. “Porque son las únicas manifestaciones a las que la gente va libremente. Son muchos años de continuas manifestaciones obligatorias: ya por la visita de un mandatario comunista, ya porque es tal o cual aniversario de la revolución. Es una fiesta poder ir a una manifestación, en grupo, con tus amigos, sin temor y sin que nadie te lo imponga”.

Sin duda, muchos extranjeros que hayan pasado el verano en Andalucía, y sobre todo en Córdoba, se llevarán a sus países — si han sobrevivido a las temperaturas— la impresión equivocada de que los andaluces son “extraordinariamente religiosos”. Porque serán pocos, a pesar de que el verano es la estación menos propicia, los que no puedan contar la experiencia de haberse encontrado con una “típica” procesión. Tal ha sido la proliferación que no ha quedado una semana libre en el calendario estival. Cualquier motivo es ya suficiente para sacar las imágenes a la calle: aniversarios, efemérides, estrenos de ajuar, traslados… Nunca, ni siquiera después de la guerra civil, ha habido tantas procesiones a lo largo de todo el año como está ocurriendo en estos tiempos. No me extraña que protesten los policías por las horas extras, los regidores municipales que no saben cómo organizar el tráfico, los restaurantes porque pasan o dejan de pasar por sus puertas… Hasta en Marbella —símbolo de la secularización— un restaurante con estrella Michelin ha tenido que denunciar a la vecina Hermandad, cansado de tanto y tan ruidoso folklore religioso.

No crean que soy iconoclasta. Soy creyente, fui cofrade, he publicado artículos sobre la historia de la religiosidad popular y tengo familia que vive con admirable dedicación su particular devoción. Por eso, precisamente, lamento la metamorfosis que se está produciendo en todo este mundo “religioso”, pues su eclosión actual va aparejada de buenas dosis de banalización. Porque hoy, lo que se entendía por religiosidad popular se ha adulterado de manera considerable, vaciándola de contenido, hasta el extremo de que únicamente le queda lo de “popular” por aquello de las multitudes, por mucho que predicadores y pregoneros sigan utilizando expresiones del estilo de la “fe en la calle” y otras parecidas. La proliferación de procesiones es ya una expresión más de lo que Vargas Llosa llama la civilización del espectáculo —él mismo ha sido abducido por esa fuerza irrefrenable—, de ahí la incesante búsqueda de excepcionalidades, de magnas, de acontecimientos irrepetibles e inauditos, de estreno de tronos a cual más exuberante, de rutilantes coronas y mantos bordados por hilos “sagrados”, procedentes de arcanos lugares.
Hubo un tiempo en el que la religiosidad popular tuvo pleno sentido y su desarrollo en la historia se acomodó a la evolución del pensamiento cristiano, con sus aciertos y desviaciones. Vemos, por ejemplo, en las cofradías del Nazareno que los orígenes de su expansión están relacionados con la reacción contra el arrianismo, que era reticente a aceptar la encarnación de Dios. Existe toda una elaboración de cristología popular que impulsa un particular estilo de vida —el seguimiento de Jesús con el sufrimiento de la vida cotidiana—, así como una intensa identificación y sincronía entre las historias personales y colectivas de una sociedad inmersa en la crisis y el drama con el camino del calvario, lo que instituyó al Nazareno en símbolo de muchos pueblos, protector de empresas humanas, convirtiéndose sus hermandades en vertebradores de la realidad social de muchas colectividades. La Iglesia no siempre vio con buenos ojos la autonomía e independencia con la que se desarrollaban las cofradías, tratando con poco éxito de reconducirlas hacia su redil, especialmente desde los tiempos de la Ilustración. El obispo fray Ceferino González, en el siglo XIX, llegó a declarar en entredicho a la capilla del Nazareno de Lucena y, tras la guerra civil, en 1940, el obispo Adolfo Pérez Muñoz decretó la suspensión de la cofradía, reconstituyéndola de nuevo para conseguir así su plena adscripción canónica. Y, del mismo modo, los hermanos del Nazareno de Montoro y de Aguilar de la Frontera decidieron en 1902 suprimir las cofradías y convertirse en Asociaciones civiles para “no someterse a la autoridad eclesiástica”.

Hoy, a la Iglesia no le preocupan las posibles desviaciones doctrinales de las hermandades y cofradías, porque hay poca doctrina que desviar. Las fomenta y alienta a falta de militancia católica, ufanándose hasta el hartazgo en el recuento de asistentes a las procesiones como si fuera signo masivo de identificación y compromiso con los valores del catolicismo. En el fondo, parece que les da igual: les va más el espectáculo, pues solo así se explican titulares como el de hace unos días en la prensa de Córdoba: “El obispado recuerda a las Angustias que no puede ir con banda de cornetas y tambores”.


1 comentario:

  1. Oye, Luis Enrique, me alegro un montón de encontrarte por estos lares de los blogs. Creo que e s un acierto por tu parte. Nos enriqueces a todos con tu conocimiento e ilustración, aparte de la pulcritud de tu estilo personal.

    Llevo seis meses viviendo en Triana. Este barrio clásico y el más emblemático de Sevilla es el paradigma de lo que escribes como metamorfosis en la expresión religiosa popular. EL sevillano, en general, y el trianero, muy en particular, es gente de gusto muy barroco, que adora el espectáculo callejero, que en oyendo el estruendo de un cohete ya está al cabo de la calle. Y es verdad -creo yo- que le Iglesia ha sabido arrimar a su ascua ese culto andaluz y sevillano por la estética y el folklore.
    Así las cosas, los que deseamos una sociedad laica lo tenemos difícil. En Triana hay procesiones infantiles durante todo el año, por ejemplo. Imposible.

    Bueno, un abrazo.

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