Hace tiempo que aprendí a ser
cauto a la hora de valorar cualquier tipo de manifestación pública,
especialmente si ésta es de tipo religioso. Fue en el mes de junio del 83
cuando acudí a la sede de la Real Academia de Córdoba donde Jadwinga
Konieczna-Twardzikuwa, profesora entonces de español en la universidad de
Cracovia, disertaba sobre los “problemas de traducción de textos castellanos a
la lengua polaca”. Más que el interés filológico, me movía el interés por
conocer de primera mano lo que estaba ocurriendo en Polonia, entonces de
palpitante actualidad con Lech Walesa en arresto domiciliario, la represión
impuesta por Jaruzelski con la Ley Marcial y el papa Wojtyla aterrizando en el
país. De ahí que algunos, tras el acto académico, acompañáramos a la doctora en
un frugal refrigerio en el que respondió a todos nuestros interrogantes con
una extraordinaria exquisitez y elegancia; sin acritud —a pesar de que fue
obligada a dejar a su marido y su hijo en Polonia—, lo que otorgaba un tinte de
autenticidad a sus palabras. En un momento determinado, con mi ingenuidad
juvenil de entonces, ponderé la extraordinaria cualidad “religiosa” del pueblo
polaco. “No, de ninguna manera. El pueblo polaco no es religioso”, me objetó,
sin querer ofenderme. “¿Cómo se explica, entonces, tanta manifestación
religiosa, esas grandes multitudes con cruces y velas que vemos en
Televisión?”. “Porque son las únicas manifestaciones a las que la gente va
libremente. Son muchos años de continuas manifestaciones obligatorias: ya por
la visita de un mandatario comunista, ya porque es tal o cual aniversario de la
revolución. Es una fiesta poder ir a una manifestación, en grupo, con tus
amigos, sin temor y sin que nadie te lo imponga”.
Sin duda, muchos extranjeros
que hayan pasado el verano en Andalucía, y sobre todo en Córdoba, se llevarán a
sus países — si han sobrevivido a las temperaturas— la impresión equivocada de
que los andaluces son “extraordinariamente religiosos”. Porque serán pocos, a
pesar de que el verano es la estación menos propicia, los que no puedan contar la
experiencia de haberse encontrado con una “típica” procesión. Tal ha sido la
proliferación que no ha quedado una semana libre en el calendario estival. Cualquier
motivo es ya suficiente para sacar las imágenes a la calle: aniversarios,
efemérides, estrenos de ajuar, traslados… Nunca, ni siquiera después de la
guerra civil, ha habido tantas procesiones a lo largo de todo el año como está
ocurriendo en estos tiempos. No me extraña que protesten los policías por las
horas extras, los regidores municipales que no saben cómo organizar el tráfico,
los restaurantes porque pasan o dejan de pasar por sus puertas… Hasta en
Marbella —símbolo de la secularización— un restaurante con estrella Michelin ha
tenido que denunciar a la vecina Hermandad, cansado de tanto y tan ruidoso folklore
religioso.
No crean que soy iconoclasta.
Soy creyente, fui cofrade, he publicado artículos sobre la historia de la
religiosidad popular y tengo familia que vive con admirable dedicación su
particular devoción. Por eso, precisamente, lamento la metamorfosis que se está
produciendo en todo este mundo “religioso”, pues su eclosión actual va
aparejada de buenas dosis de banalización. Porque hoy, lo que se entendía por
religiosidad popular se ha adulterado de manera considerable, vaciándola de
contenido, hasta el extremo de que únicamente le queda lo de “popular” por
aquello de las multitudes, por mucho que predicadores y pregoneros sigan
utilizando expresiones del estilo de la “fe en la calle” y otras parecidas. La
proliferación de procesiones es ya una expresión más de lo que Vargas Llosa
llama la civilización del espectáculo
—él mismo ha sido abducido por esa fuerza irrefrenable—, de ahí la incesante
búsqueda de excepcionalidades, de magnas, de acontecimientos irrepetibles e
inauditos, de estreno de tronos a cual más exuberante, de rutilantes coronas y
mantos bordados por hilos “sagrados”, procedentes de arcanos lugares.
Hubo un tiempo en el que la
religiosidad popular tuvo pleno sentido y su desarrollo en la historia se
acomodó a la evolución del pensamiento cristiano, con sus aciertos y
desviaciones. Vemos, por ejemplo, en las cofradías del Nazareno que los
orígenes de su expansión están relacionados con la reacción contra el
arrianismo, que era reticente a aceptar la encarnación de Dios. Existe toda una
elaboración de cristología popular que impulsa un particular estilo de vida —el
seguimiento de Jesús con el sufrimiento de la vida cotidiana—, así como una
intensa identificación y sincronía entre las historias personales y colectivas
de una sociedad inmersa en la crisis y el drama con el camino del calvario, lo
que instituyó al Nazareno en símbolo de muchos pueblos, protector de empresas
humanas, convirtiéndose sus hermandades en vertebradores de la realidad social
de muchas colectividades. La Iglesia no siempre vio con buenos ojos la autonomía
e independencia con la que se desarrollaban las cofradías, tratando con poco
éxito de reconducirlas hacia su redil, especialmente desde los tiempos de la
Ilustración. El obispo fray Ceferino González, en el siglo XIX, llegó a declarar
en entredicho a la capilla del Nazareno de Lucena y, tras la guerra civil, en
1940, el obispo Adolfo Pérez Muñoz decretó la suspensión de la cofradía,
reconstituyéndola de nuevo para conseguir así su plena adscripción canónica. Y,
del mismo modo, los hermanos del Nazareno de Montoro y de Aguilar de la
Frontera decidieron en 1902 suprimir las cofradías y convertirse en
Asociaciones civiles para “no someterse a la autoridad eclesiástica”.
Oye, Luis Enrique, me alegro un montón de encontrarte por estos lares de los blogs. Creo que e s un acierto por tu parte. Nos enriqueces a todos con tu conocimiento e ilustración, aparte de la pulcritud de tu estilo personal.
ResponderEliminarLlevo seis meses viviendo en Triana. Este barrio clásico y el más emblemático de Sevilla es el paradigma de lo que escribes como metamorfosis en la expresión religiosa popular. EL sevillano, en general, y el trianero, muy en particular, es gente de gusto muy barroco, que adora el espectáculo callejero, que en oyendo el estruendo de un cohete ya está al cabo de la calle. Y es verdad -creo yo- que le Iglesia ha sabido arrimar a su ascua ese culto andaluz y sevillano por la estética y el folklore.
Así las cosas, los que deseamos una sociedad laica lo tenemos difícil. En Triana hay procesiones infantiles durante todo el año, por ejemplo. Imposible.
Bueno, un abrazo.