jueves, 15 de octubre de 2015

Escribir es llorar... también en el siglo XXI

“Escribir en España no es llorar, es morir, 

Porque muere la inspiración envuelta en humo…”

(Luis Cernuda, A Larra, con unas violetas)

Inevitablemente, todo escritor, en algún momento determinado de su vida habrá rememorado aquella sentencia de Larra, desgarradora y eminentemente reveladora de las dificultades a las que se enfrenta todo el que pretende hacer de la  escritura su «modus vivendi». Muchos, como Cernuda —que incluso fue más allá—, hicieron su propia versión del venturoso aforismo para adaptarlo a sus propias circunstancias. Recuerdo incluso expresiones extremas y castizas, como la que hiciera el profesor Feliciano Delgado en la presentación de un libro, al comenzar diciendo que “si para nuestro escritor romántico escribir en España era llorar, en Córdoba ya no quedan lágrimas…”.
Esto me lleva a reflexionar acerca de la viabilidad “existencial” de un escritor, hoy, cuando hemos superado la primera década del siglo XXI. Ya sé que hay quienes piensan con Simenon que “escribir no es una profesión” y que las motivaciones vocacionales para un escritor superan habitualmente el ámbito de lo prosaico: “escribo porque para mí no hay otro destino”, dejó dicho Borges. Pero aún así, el escritor es también un hombre determinado por los mismos condicionamientos vitales y naturales de todo mortal, cuyo primer imperativo es vivir con dignidad, y no únicamente sobrevivir. Por eso me rebelo y no me resigno a aceptar ese determinismo histórico que parece arrastrar la gloria literaria, aparejándola con la estrechez económica, cuando no con la miseria.
Sin necesidad de alejarnos en la historia de la literatura, causan estupor las últimas líneas de la biografía de Galdós, ciego y pobre, salvado de la indigencia a duras penas merced a la humillante suscripción popular, después del éxito y la extraordinaria fecundidad literaria. Más cercanos a nosotros, están los dolorosos casos de las dificultades económicas de Rosa Chacel, Alfonso Grosso, Celaya o José María Gironella que removieron incluso la conciencia de algunos dirigentes y quisieron aplacarla con proyectos de protección de la vejez de los escritores, quedándose éstos en el imaginario mundo de las buenas intenciones.
A pesar de mi rebeldía, hemos de reconocer la dureza del oficio en nuestro país. A las dificultades para publicar, se añade la escasa rentabilidad y la tiranía de los mercados que impone productos de consumo por encima del valor literario, así como la primacía de lo todo lo que llega del exterior y llena los anaqueles de un inquietante “larsonismo”, como  me gusta llamar a este fenómeno invasor. Para más abundamiento, las quejas y los lamentos de escritores consagrados hunden en el pesimismo a cualquiera y desmoralizan embrionarios proyectos de carreras literarias. A Lucía Echevarría, por ejemplo, no le salen las cuentas y recientemente decía que cobraba “menos por horas que mi asistenta”. Fernández Mayo refiere que “de los libros, viven exclusivamente diez, los que pasan de cien mil ejemplares vendidos por título”. Y son  muchos los que,  con Daniel Arjona, afirman que “hacer frente al euríbor pluma en ristre sea todavía, lamentablemente, una práctica de riesgo en la España del XXI”. Para colmo, Juan Marsé asegura que “hace muy poco que pude vivir de la literatura”.
Y de ahí que, ante este panorama, encontremos razonable que Goytisolo recomiende a los jóvenes escritores que sedimenten su vida en otras actividades profesionales. Son los trabajos paralelos, sumergidos…, los trabajos alimenticios que dijera Vargas Llosa, a los que tantos han tenido que entregarse, hasta poder vivir de la literatura. La lista sería interminable: Kafka, Thomas Man, Saramago, John Grisham, Neruda, Octavio Paz, Stephen King, J. K. Rowling, Stephene Meyer o Ken Follett, por citar sólo algunos. 
¿Nos queda algo para el optimismo? Sí, existen caminos y campos para roturar, pero por ahora prefiero quedarme con el soberbio y privilegiado gozo de la escritura: ese misterio inconcebible del que hablaba García Márquez, pues, como decía la escritora estadounidense Carson McCullers, “cuando el trabajo no marcha bien, no hay vida más miserable que la de un escritor. Pero cuando marcha bien, cuando la iluminación ha puesto en foco una obra de modo que ésta crece límpidamente y fluye, no existe felicidad comparable”.


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