“Escribir en España no es
llorar, es morir,
Porque muere la inspiración envuelta en humo…”
(Luis Cernuda, A Larra, con unas violetas)
Inevitablemente,
todo escritor, en algún momento determinado de su vida habrá rememorado aquella
sentencia de Larra, desgarradora y eminentemente reveladora de las dificultades
a las que se enfrenta todo el que pretende hacer de la escritura su «modus vivendi». Muchos, como
Cernuda —que incluso fue más allá—, hicieron su propia versión del venturoso
aforismo para adaptarlo a sus propias circunstancias. Recuerdo incluso
expresiones extremas y castizas, como la que hiciera el profesor Feliciano
Delgado en la presentación de un libro, al comenzar diciendo que “si para
nuestro escritor romántico escribir en España era llorar, en Córdoba ya no
quedan lágrimas…”.
Esto
me lleva a reflexionar
acerca de la viabilidad “existencial” de un escritor, hoy, cuando hemos superado
la primera década del siglo XXI. Ya sé que hay quienes piensan con Simenon que
“escribir no es una profesión” y que las motivaciones vocacionales para un
escritor superan habitualmente el ámbito de lo prosaico: “escribo porque para
mí no hay otro destino”, dejó dicho Borges. Pero aún así, el escritor es
también un hombre determinado por los mismos condicionamientos vitales y
naturales de todo mortal, cuyo primer imperativo es vivir con dignidad, y no
únicamente sobrevivir. Por eso me rebelo y no me resigno a aceptar ese
determinismo histórico que parece arrastrar la gloria literaria, aparejándola
con la estrechez económica, cuando no con la miseria.
Sin necesidad de alejarnos en
la historia de la literatura, causan estupor las últimas líneas de la biografía
de Galdós, ciego y pobre, salvado de la indigencia a duras penas merced a la
humillante suscripción popular, después del éxito y la extraordinaria
fecundidad literaria. Más cercanos a nosotros, están los dolorosos casos de las
dificultades económicas de Rosa Chacel, Alfonso Grosso, Celaya o José María
Gironella que removieron incluso la conciencia de algunos dirigentes y
quisieron aplacarla con proyectos de protección de la vejez de los escritores,
quedándose éstos en el imaginario mundo de las buenas intenciones.
A pesar de mi rebeldía, hemos
de reconocer la dureza del oficio en nuestro país. A las dificultades para
publicar, se añade la escasa rentabilidad y la tiranía de los mercados que
impone productos de consumo por encima del valor literario, así como la
primacía de lo todo lo que llega del exterior y llena los anaqueles
de un inquietante “larsonismo”, como me
gusta llamar a este fenómeno invasor. Para más abundamiento, las quejas y los
lamentos de escritores consagrados hunden en el pesimismo a cualquiera y
desmoralizan embrionarios proyectos de carreras literarias. A Lucía Echevarría,
por ejemplo, no le salen las cuentas y recientemente decía
que cobraba “menos por horas que mi
asistenta”. Fernández Mayo refiere que “de los libros, viven exclusivamente
diez, los que pasan de cien mil ejemplares vendidos por título”. Y son muchos los que, con Daniel Arjona, afirman que “hacer frente
al euríbor pluma en ristre sea todavía, lamentablemente, una práctica de riesgo
en la España del XXI”. Para colmo, Juan Marsé asegura que “hace muy poco que
pude vivir de la literatura”.
Y de ahí que, ante este
panorama, encontremos razonable que Goytisolo recomiende a los jóvenes
escritores que sedimenten su vida en otras actividades profesionales. Son los
trabajos paralelos, sumergidos…, los trabajos alimenticios que dijera Vargas
Llosa, a los que tantos han tenido que entregarse, hasta poder vivir de la
literatura. La lista sería interminable: Kafka, Thomas Man, Saramago, John
Grisham, Neruda, Octavio Paz, Stephen King, J. K. Rowling, Stephene Meyer o
Ken Follett, por citar sólo algunos.
¿Nos
queda algo para el optimismo? Sí, existen caminos y campos para roturar, pero
por ahora prefiero quedarme con el soberbio y privilegiado gozo de la escritura:
ese misterio inconcebible del que hablaba García Márquez, pues, como decía la
escritora estadounidense Carson McCullers, “cuando el
trabajo no marcha bien, no hay vida más miserable que la de un escritor. Pero
cuando marcha bien, cuando la iluminación ha puesto en foco una obra de modo
que ésta crece límpidamente y fluye, no existe felicidad comparable”.
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