En este tiempo no puedo resistirme a entregarles un fragmento de mi
novela inédita, titulada La Salamandra
púrpura, que recoge un pasaje de las fiestas navideñas que el rey Enrique
IV pasó en Plasencia el año 1467. Eran momentos cruciales de la guerra civil en
Castilla, en los que mi personaje, el arzobispo Alonso de Fonseca, tiene como
rehén a la reina Juana de Portugal, parece haber recuperado el favor del rey
Enrique e intenta conquistar definitivamente el corazón de la reina. Esta
entrega quiere ser mi Felicitación de Navidad. Dice así:
El palacio de los Stúñigas, situado en la plaza de San Nicolás, obedecía a la soberbia de sus señores: enorme y majestuoso, construido con sillares de grandes dimensiones. Con aire aún defensivo, como proclamaban sus dos imponentes torres, introducía, sin embargo, el refinamiento señorial importado de Italia con amplias y elegantes escaleras, grandes salones y pabellones, ricos artesonados mudéjares, abriéndose ya al exterior mediante artísticos balcones y ventanales. Era el marco perfecto para acoger a la corte de un rey, como en esta ocasión en la que se congregaron junto a Enrique y los Stúñigas, como anfitriones, la reina con sus damas, Fonseca y su séquito, Alonso de Pimentel, conde de Benavente, con su mujer y su pequeña hija, más el cojo y pendenciero Pedro de Hontiveros, asiduo acompañante del rey. Todos los ingredientes para la intriga y conjuración, el medro y la adulación en busca de beneficios y privilegios, la competencia en lujo y pompa de las señoras; singularmente, para el exceso y la extravagancia en la exhibición de unas vidas fatuas, cuando no putrefactas.
El palacio tenía capilla privada, por lo que habitualmente el conde y su familia no tenían que salir para los oficios religiosos, eludiendo así los desencuentros con el obispo y administradores eclesiásticos generados por las disputas sobre la fiscalidad eclesiástica en el señorío. Pero la ausencia del titular de la diócesis, el cardenal Juan de Carvajal ocupado como casi siempre en sus legaciones diplomáticas vaticanas, más la presencia de los reyes, brindaban la ocasión a los Stúñigas de desplegar y manifestar como nunca su poder ante la nobleza local y gentiles hombres de la villa, añorantes de su independencia. Fueron, pues, todos los invitados a la misa del gallo a la catedral, donde el deán ofreció a Fonseca la presidencia de la celebración litúrgica.