lunes, 21 de diciembre de 2015

La Navidad de 1467. Celebración de Enrique IV y Fonseca en Plasencia


En este tiempo no puedo resistirme a entregarles un fragmento de mi novela inédita, titulada La Salamandra púrpura, que recoge un pasaje de las fiestas navideñas que el rey Enrique IV pasó en Plasencia el año 1467. Eran momentos cruciales de la guerra civil en Castilla, en los que mi personaje, el arzobispo Alonso de Fonseca, tiene como rehén a la reina Juana de Portugal, parece haber recuperado el favor del rey Enrique e intenta conquistar definitivamente el corazón de la reina. Esta entrega quiere ser mi Felicitación de Navidad. Dice así:


El palacio de los Stúñigas, situado en la plaza de San Nicolás, obedecía a la soberbia de sus señores: enorme y majestuoso, construido con sillares de grandes dimensiones. Con aire aún defensivo, como proclamaban sus dos imponentes torres, introducía, sin embargo, el refinamiento señorial importado de Italia con amplias y elegantes escaleras, grandes salones y pabellones, ricos artesonados mudéjares, abriéndose ya al exterior mediante artísticos balcones y ventanales. Era el marco perfecto para acoger a la corte de un rey, como en esta ocasión en la que se congregaron junto a Enrique y los Stúñigas, como anfitriones, la reina con sus damas, Fonseca y su séquito, Alonso de Pimentel, conde de Benavente, con su mujer y su pequeña hija, más el cojo y pendenciero Pedro de Hontiveros, asiduo acompañante del rey. Todos los ingredientes para la intriga y conjuración, el medro y la adulación en busca de beneficios y privilegios, la competencia en lujo y pompa de las señoras; singularmente, para el exceso y la extravagancia en la exhibición de unas vidas fatuas, cuando no putrefactas.

El palacio tenía capilla privada, por lo que habitualmente el conde y su familia no tenían que salir para los oficios religiosos, eludiendo así los desencuentros con el obispo y administradores eclesiásticos generados por las disputas sobre la fiscalidad eclesiástica en el señorío. Pero la ausencia del titular de la diócesis, el cardenal Juan de Carvajal ocupado como casi siempre en sus legaciones diplomáticas vaticanas, más la presencia de los reyes, brindaban la ocasión a los Stúñigas de desplegar y manifestar como nunca su poder ante la nobleza local y gentiles hombres de la villa, añorantes de su independencia. Fueron, pues, todos los invitados a la misa del gallo a la catedral, donde el deán ofreció a Fonseca la presidencia de la celebración litúrgica.

La entrada de la comitiva, encabezada por los reyes, fue espectacular, contribuyendo a la solemnidad de la procesión ese espacio único y propio de la catedral placentina, resultante de la conjugación del misterio románico con la acogedora alegría del gótico. Ante los ojos atónitos de un pueblo que abarrotaba las tres naves, fue desfilando un destello de oros, joyas, pieles y tafetanes, abriéndose paso y provocando el silencio de asombro y admiración. Pero una vez situados los reyes en los sitiales de honor, en el presbiterio, un estruendo ensordecedor inundó la iglesia con cánticos de villancicos, acompañados por zambombas, panderetas, sonajas y todo aquello que pudiera hacer ruido. No había manera de hacer callar a los fieles para que empezaran los oficios religiosos, hasta que una luz comenzó a descender desde la bóveda del final de la nave principal. Entonces se hizo el silencio expectante, roto con la exclamación de sorpresa cuando fue visible el ángel que pretendía anunciar el nacimiento del Niño. El joven, vestido con una túnica blanca a la que le habían cosido unas alas en la espalda, le hablaba toscamente a otros jóvenes vestidos con pieles de oveja. Se le olvidaba el texto y gesticulaba para que se lo soplaran, y tanto gesticuló que comenzó a balancearse en el aire hasta que cayó a plomo ante el jolgorio generalizado. Afortunadamente, unas alpacas de paja, donde estaban postrados los pastores, aminoró el golpe y todo quedó en chanza.

Fonseca se impuso y comenzó la liturgia, pero cuando menos acordó salió un hombre a los pies de la escalinata del presbiterio, disfrazado burdamente de San José, con una prominente barba y un cayado, y comenzó a recitar estentóreamente textos que buscaban más la risa que la motivación al misterio. «Dicen que María está preñá y yo no he sido… Dicen que del Espíritu Santo y me lo quieren colocar…», exclamaba una y otra vez ante el delirio del público, hasta que una joven, disfrazada de Virgen María le quitó las dudas y pudo seguir la celebración de la misa. Fonseca, pese a las continuas interrupciones, no se alteró ni pidió orden o respeto, participando por el contrario y al igual que los reyes en el júbilo popular de aquellas representaciones. Dos cuadros dramáticos más amenizaron los oficios, la llegada de los pastores y, tras anunciar el arzobispo que había nacido el Niño Dios, la adoración de los mismos en un portal viviente montado a los pies del altar. Cuando de vuelta entraban en el palacio de Stúñiga, el estribillo de un villancico machacaba aún la cabeza del arzobispo: «Todos le llevan al Niño/ yo no tengo que llevarle:/ las telas del corazón,/ que le sirvan de pañales».

La fiesta continuó en el salón principal del palacio. El arzobispo, reverdeciendo sus dotes de ingenioso e histriónico animador, se hizo el dueño de la reunión: recitó versos, que no pudo evitar dirigirlos a la reina, cantó, bailó, hizo mofas de todo lo que se movía en el reino: «he consentido todo en los oficios, menos los tres reyes de Oriente. ¡No tenemos bastante con dos, para que vengan ahora tres más!», llegó a decir provocando las sonoras carcajadas del rey.

Durante estos días festivos, Fonseca siempre trataba de elegir a la reina como pareja de sus bailes o pantomimas. En un principio, todo iba bien: la reina se mostraba dichosa y afectuosa con el arzobispo, correspondiendo incluso a sus requiebros; pero llegó un momento en el que ésta comenzó a tratar de eludirlo, provocando el desconcierto del apasionado prelado que, despechado, acababa arrojándose en brazos de algunas de sus damas. Luego, más sereno, comprendía que la reina, ante tantos ojos, debía apagar los rumores que les perseguían donde quiera que fueran. Pero había algo que empezaba a provocarle cierto resquemor: la progresiva frecuencia con la que la reina buscaba amparo con su sobrino Pedro de Castilla, mediante banales excusas: «maestresala, no me deje sola… maestresala, acompáñeme…», le oía ordenarle con frecuencia, seguida de la sumisa y ferviente obediencia de su sobrino.

Pero la fiesta hasta la extenuación fue continua y diaria, procurando todos inventar momos y representaciones burlescas para regocijo general. Una noche, con el inevitable ingenio de Fonseca entre bambalinas, quisieron representar la Huida a Egipto, eligiendo como principales actores al propio rey y a la reina. El rey se negó, alegando que él no huía: «lo que les falta a mis enemigos es saber que me he ido nada menos que a Egipto…», pero las risotadas las interrumpió la reina aceptando el papel, aduciendo que «lo haré muy bien, pues es lo único que he hecho desde que estoy en Castilla, huir de un lado para otro». Entonces se ofreció Pedro de Hontiveros para el papel de San José, pero Fonseca lo rechazó diciéndole con jactancia que «¿dónde se ha visto un San José cojo? Puede ser un cornudo, pero no cojo». La reina, una vez sofocadas las risotadas, eligió a Pedro de Castilla con la inmediata y complaciente aceptación de éste y el recelo de su tío. Así las cosas, metieron un burro en el salón y subieron en él a la reina, cubierta su cabeza con un largo manto. El maestresala, al que le habían acrecentado la barba con un postizo, tiraba del ronzal, quejándose de su suerte para seguir el pequeño texto, mientras la reina le suplicaba paciencia y resignación. Y menos mal que el niño que llevaba la reina en su regazo era un muñeco de trapo, pues a las dos vueltas el burro empezó a dar coces y pingos, rebuznando, teniendo que coger Pedro de Castilla a la reina casi en volandas, pues ya había salido despedida. El incidente, en ese estado dionisiaco y orgiástico en el que se encontraban, incrementó aún más el paroxismo del regocijo, sin que nadie lo tomara a mal.

Embriagados los sentidos, todos aprovechaban la ocasión de la amigable cercanía del rey para exponer sus ambiciones, sus frustraciones, como Pimentel que no paraba de criticar a su propio suegro, Juan Pacheco, por haberle prometido el maestrazgo de Santiago, cuando en realidad trabajó únicamente en su exclusivo beneficio. Así, Enrique, en su borrachera de ego, soltaba a borbotones oro, joyas y piedras preciosas que él mismo colocaba en los cuellos, manos y brazos de las damas y señoras de los nobles congregados. Pero en la excitación del derroche daba incluso lo que no podía dar, porque no era suyo, prometiendo a Fonseca el anhelado señorío de Olmedo, a Stúñiga su perseguida y noble villa de Trujillo, y a Hontiveros el señorío de Monleón con título de condado. En este contagioso e ilusorio arrebato participaron especialmente Stúñiga y Fonseca, a quienes el rey nombró miembros de su Consejo —junto al ínclito y ausente Pedro González de Mendoza—, correspondiendo éstos con la promesa de la pronta y plena restauración del cetro.

La fiesta no decaía. Las veladas se prolongaban hasta el agotamiento, de manera que eran pocos en palacio los que veían el amanecer. Pero aquella mañana, un grito ensordecedor conmovió los cimientos de la residencia palaciega, violentando el descanso de los jaraneros invitados. Las puertas de las habitaciones empezaron a abrirse y de ellas comenzaron a salir los huéspedes atropelladamente, algunos medio desnudos, buscando la procedencia del tremendo alarido. Los llantos y gemidos que ahora le sucedían descubrieron el origen en las estancias del conde de Benavente, y hacia allí se dirigieron. Cuando Fonseca, que fue de los primeros en llegar, abrió la puerta, se quedó paralizado: en medio de la habitación, llenando con su dramática presencia gran parte del espacio, se encontró con una mujer rolliza, con la cara violácea por el llanto y el sufrimiento, uno de sus grandes pechos fuera y una niña inerte en sus brazos. María Pacheco, arrodillada en el suelo y agarrada a la saya de su nodriza, lloraba desconsoladamente. Al fondo, derrumbado en un sillón, Alonso Pimentel estaba impávido, sin poder llorar ni pronunciar palabra, y solo sus claros ojos acuosos y su rubia y lacia cabellera revuelta denotaban su desesperación.

Este luctuoso trance truncó el aire festivo y un complejo de culpa se extendió entre anfitriones e invitados: «castigo de Dios a nuestra lujuria…», decían algunos; «la maldición de Herodes…», susurraban otros, quedando la evidencia de la vanidad de las soñadas alegrías.

Tras unos primeros oficios funerarios, celebrados y oficiados por Fonseca en el mismo palacio, todos los invitados precipitaron su marcha. La reina, aunque triste, pareció aliviada con emprender el viaje hacia Alaejos, acompañada de sus damas y custodiada únicamente por soldados al mando de Pedro de Castilla, pues Fonseca se quedaba con el rey. Se despidió del arzobispo con una sonrisa cómplice, que le llegó al alma; pero la viveza con la que caminaba del brazo de su sobrino en busca de su galera, le produjo una momentánea y tremenda desazón.


2 comentarios:

  1. D. Luís Enrique me descubro de forma respetuosa.
    Chapeau.
    Magníficamente enhebrado el relato sobre el sentir del credo, del deber y del apego a la autoridad, que sujetaba los servicios de sus súbditos mientras tenía a mano dádivas y encomiendas, trapicheando con las flaquezas humanas.
    En unos personajes encarnados, que bien podríamos adjudicarlos hoy a nuestra realidad presente y cotidiana.
    Nos ilustra Vd. con la naturalidad de quien narra la desnudez del ser humano como si fuera un cirujano que mira a través del tiempo en el espejo de las criaturas de toda condición.
    Desde el interior de quien se reconoce persona y se sabe que forma parte de un diseño al que pertenecemos todo el mundo nacido en todo tiempo.
    Hombres y mujeres, reyes y lacayos, clérigos y pastores.
    Rubricando el hecho con la reflexión imperceptible de cuanto trabajo tenemos por delante la raza humana y quienes tenemos la posibilidad de ver el ajetreo que nos traemos con el simple vivir.
    Del correr de los años detrás de sueños imposibles, interminables, inútiles y añejos, que barridos por el viento de la vida y de la muerte nunca llegan a materializarse por desenfocados.
    Con nuestra realidad humana desnuda.
    Brillante su relato que pone en evidencia como es la obra redentora inmensa a partir de la materia insensible, según nos parece.
    Y que llegados a un punto se transforma en conciencia y en responsabilidad, a base de observarse a través de los siglos.
    Acabando en humilde reverencia sin importar el tiempo que se tarde.
    Delante de inmensidad inabarcable que nos rodea de dentro a fuera, y de arriba a bajo en nuestra endeble condición humana.
    Gracias a la paciencia infinita de quien va recogiendo el fruto de su trabajo habiéndolo pensado por anticipado, diseñando la belleza por el simple regocijo de disfrutar viéndola.
    Cada día y cada noche.
    Una felicitación doble por el escrito que se nos regala y por estar en Navidad.
    Feliz Navidad.
    Juan Martín



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  2. Luis Enrique, eres un gran maestro, sabiendo transmitir y colocando las palabras idóneas para hacer de tu relato una historia viva que te introducen en la época. Enhorabuena por tan gran novela. Un abrazo.

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