viernes, 11 de diciembre de 2015

La Navidad andaluza, las fiestas de invierno y las saturnalias

Cuando se trabaja en comunicación institucional es frecuente tener que comulgar con alguna que otra rueda de molino. Sin embargo, nunca olvidaré la indigestión que me produjo tener que poner, como rúbrica a un texto de felicitación, “Felices Fiestas de Invierno” en lugar del clásico Feliz Navidad. De eso hace más de diez años y entonces lo atribuí al particular agnosticismo del cliente —aunque representante de una institución oficial—, sin atisbar siquiera en el horizonte el maniqueísmo que ahora pretende invadirnos despojando estas fiestas de toda “connotación religiosa”, prohibiendo en espacios y centros públicos los belenes, los pastores, villancicos y otros rasgos distintivos. Qué lejos queda mi lamento, manifestado en un artículo de revista a principios de los años 80, acerca de la despersonalización de la Navidad andaluza subyugada entonces por los árboles de navidad, los villancicos alemanes o el predominio publicitario de Santa Claus. Hablaba entonces del proceso de transculturación que estábamos experimentando al alterar drásticamente nuestra cultura para adaptarnos a otra dominante —la anglosajona—, aceptando sus rasgos, principios o símbolos. Pero sinceramente, no sé cómo denominar a este proceso hacia la nada que se nos pretende imponer desde instancias públicas, generalmente dominadas por ideologías obsesionadas con el laicismo y la secularización de la sociedad. Me merecen todo respeto, entre otras cosas porque vivimos en un Estado aconfesional; pero creo que en este aspecto se confunde el culo con las témporas, y perdón por la expresión de nuestro refranero.

Porque de verdad, ¿hay alguien que crea que los niños que tocan la zambomba de Luque en un colegio, acompañando un villancico popular, están haciendo proselitismo religioso? Aunque la mayoría de las manifestaciones de estos días tengan un origen religioso, han pasado ya a formar parte de la cultura popular y son, por tanto, vehículos de su más genuina expresión festiva. De todas formas, las discusiones sobre los símbolos religiosos en espacios públicos parecen inscribirse en el “eterno retorno” del que hablaba Nietzsche y que tanto ha inspirado obras literarias, pues el tema vuelve una y otra vez a la escena involucrando, como ha estudiado Fernando Arlettaz desde el punto de vista jurídico, no sólo complejas cuestiones de doctrina constitucional y filosofía política, sino también elementos emocionales de consideración. Ese debate se dio en los años 80 en la multicultural sociedad norteamericana donde incluso sentencias jurídicas acabaron por avalar el carácter cultural de este tipo de manifestaciones, sin contradecir el carácter laico del Estado. Es el caso, por ejemplo, de la presencia de un belén que, tras más de 40 años instalándose en un parque en la ciudad de Pawtucket, en Rhode Island, fue denunciado ante la Corte Suprema en 1984. El voto de la mayoría de la Corte no negó el carácter al menos parcialmente religioso de la escenografía. Sin embargo, entendió que del contexto en el que estaba incluido el belén podía deducirse que existía un propósito secular en su emplazamiento (celebrar una festividad tradicional en los Estados Unidos); que la promoción de la religión cristiana que resultaba de la simbología era indirecta e incidental, y que no había una excesiva implicación del Estado con la religión, ya que no había prueba de que la simbología hubiese sido establecida a petición, o con la colaboración, de organizaciones religiosas. Esto lo entendió perfectamente el Ayuntamiento de Córdoba —durante muchos años de la democracia gobernado por el Partido Comunista—, cuyo b elén era anualmente el más celebrado y visitado por los cordobeses.

Al parecer, estamos en el comienzo de un nuevo ciclo, al estilo de lo que concibiera Maquiavelo en su filosofía de la historia de los Estados, no sé si degenerativo o regenerativo, que esperemos concluya en la consecución de algo parecido o aproximado a la perfección social y política. En Andalucía estamos especialmente preparados para integrar, asimilar y transformar toda influencia nueva o exógena tras siglos de sedimento osmótico cultural. Como dejó sentado el profesor Rodríguez Neila, cuando llegaron los romanos a la Bética con una religión propia impregnada de elementos helenizantes y más tarde de creencias egipcias, sirias o iranias, fue aceptada con naturalidad pues, ya desde la etapa tartésica, los contactos culturales entre nuestro suelo y el Mediterráneo oriental habían sido frecuentes y fructíferos. Intercambios culturales que germinaron en nuestra tierra dándole continuidad cultural en las sucesivas mutaciones espirituales, representados en el paleocristiano Juvenco de Eliberri, el visigótico Isidoro de Sevilla y el mozárabe Eulogio de Córdoba en el siglo IX, como magistralmente demuestra Jacques Fontaine, y que tiene su expresión en la lectura cristiana de los clásicos —Juvenco identifica a Cristo con el niño anunciado por la cuarta Égloga de Virgilio— y la cristianización de las fiestas romanas. Como tierra de resurgimientos, la Bética siempre supo “sacar de su tesoro lo antiguo y lo nuevo”, y esta capacidad de renovarse la predestinaba al doble papel de conservación y creación que jugó en la historia de Occidente.

La nueva Andalucía cristiana que surge en el siglo XIII, tras siglos de dominación árabe, coincide con la expansión del gótico y la difusión del mensaje franciscano, coordenadas que provocaron una auténtica revolución en la mentalidad religiosa de la época, propiciando en nuestra región el desarrollo y efervescencia de la piedad popular, cuyas manifestaciones tuvieron en el ciclo de Navidad el momento cumbre de su expresividad, superando a la semana de Pasión y al mismo Corpus. En clara correspondencia con las Saturnalias romanas, se celebraron en esta época las Fiestas de Locos, entre el 6 y el 28 de diciembre, concretándose en iglesias y catedrales en la celebración del “Obispillo de Inocentes”, el 28 del mismo mes. Esta fiesta consistía en elegir “obispo” al niño más joven de los cantores de la catedral, el cual, tocado de mitra y báculo parodiando al obispo verdadero, subía al coro con sus compañeros, rezaba burlescamente y cometía otras groserías a imitación del prelado.

La Iglesia andaluza bajomedieval fomentó esta fiesta autocrítica moderando sus excesos, como consta en los estatutos de la catedral de Jaén (1368), incluso sosteniéndola económicamente según vemos en el cabildo de la catedral de Córdoba que, en su sesión del 14 de diciembre de 1492, acuerda pagar 300 maravedíes y cuatro fanegas de trigo al “Obispo de los Inocentes”. Pero donde la participación popular llegaba a la exaltación fue en las representaciones o dramas sacros de la noche de Navidad y Epifanía. Documentalmente, conocemos que en Jaén se hacían representaciones, juegos y “cantares” durante los maitines de Navidad; en Sevilla, intervenían también los seises cantando villancicos y hubo años en los que las representaciones de esa noche pasaron de quince sin contar los entreactos, villancicos y otros cánticos de devoción. En Córdoba, hacia 1400, es conocida la representación de las “Sibilas”, conservándose el texto en el manuscrito 80 del archivo de la catedral.

La representación de dramas sacros traspasa los muros de las iglesias, escenificándose los “Misterios” en plazas públicas o domicilios de nobles, como muestra el testimonio que nos ha quedado del condestable de Jaén, Miguel Lucas de Iranzo, en 1464. También gozaron de especial singularidad en Andalucía las misas de Aguinaldo, constatadas en Córdoba y Cádiz, que se celebraban del 18 al 25 de diciembre y eran celebradas con numerosos bailes, danzas y “cantares”.

La Navidad andaluza medieval gozó de una extraordinaria riqueza cultural en su dimensión social, festiva y folklórica autóctona. Sin embargo, desde finales del siglo XV y durante todo el siglo XVI, la propia Iglesia —regentada por obispos no andaluces— va a coartar toda iniciativa, toda participación popular en la Navidad. Los celos por desterrar las raíces profanas, las deshonestidades e inmoralidades que en alguna de ellas se cometían, llevaron a la Iglesia a depurar toda esta serie de costumbres populares como evidencian los sínodos de Jaén (1492), Sevilla (1512), Córdoba (1520) y Cádiz (1591), en los que de manera elocuente condenan y prohíben en las iglesias tanto los “obispillos” como las representaciones, juegos, bailes, cánticos y danzas de Navidad.

No es nuevo, pues, este fenómeno coercitivo que parece cernirse sobre la sociedad española y andaluza, lo que obligará a un esfuerzo por “restaurar lo caído en desuso, rejuveneciendo lo antiguo, renovando lo descuidado”, en palabras de Eulogio de Córdoba. No pretendo con esta entrada hacer un alegato religioso sino una mínima atención reivindicativa hacia nuestra propia forma de ser y de actuar en estas fechas, que es igual que intentar defender nuestra propia cultura. Y sólo tengo un temor, renovado con la actualidad del artículo que escribiera Ortega el 15 de enero de 1932 sobre la “respetabilidad del Estado”. Venía a decir Ortega que uno de los sentidos del “totalitarismo” es ser “particularismo”, entendiendo el Estado como un poder particular, sin tener en cuenta a determinados grupos de los que integran una sociedad, una comunidad o un país, salvo para “agredirlos metódicamente”. Con ello desaparece el sentido de autoridad y queda sustituido por la fuerza descarnada del poder. Y, donde decimos Estado léanse todos los poderes legalmente constituidos: gobierno, comunidad y ayuntamiento.

1 comentario:

  1. Luis Enrique, hoy si me lo permites quisiera opinar a la sombra de lo que has relatado sobre todo el compendio de historia que nos envuelve, de Fe y de hechos culturales.
    El tema se presta a dar un vistazo en profundidad a nuestro presente y a nuestra identidad como personas, hijos de nuestro siglo y de nuestro pasado, ya seamos ciudadanos de aquí o de cualquier parte.
    Perdona si no tengo la puntualización exacta a la hora de señalar autores, pues lo mío es solo una cosecha personal y de aluvión.
    Rastrillando aquellas mientes sembradas a orillas del río Bembézar, entre los muros de aquel semillero de buenas intenciones que luego con el paso de los años fui puliendo según me tocó andar por la vida rodeado de gentes de toda clase y condición.
    Haciendo mío lo que vi en mi propia carne como útil y necesario.
    Con los años cada vez he comprendido mejor los mensajes de las lecturas que hacíamos en aquellos actos de juventud,que entonces me resultaban como un canto, un mantra, o una letanía cuyo contenido no alcanzaba a entender.
    Los años que han ido pasando por encima, han representado en mi caso como una sedimentación superpuesta de referencias y de ideas añadidas, que me han permitido descartar la morralla de lo que considero verdadero o necesario para confirmarme ante mí mismo como criatura razonable, además de consciente.
    Comprendiendo que con la incorporación de nuevas generaciones el presente y el pasado se va puliendo, en función de la necesidad de ser eficientes o eficaces como seres humanos creados para ese fin.
    No como marionetas o muñecos que repiten cualquier acto según se les da cuerda.
    Sino como criaturas que asimilan y se realizan a partir de lo que digieren después de aplicar la razón, interpretando lo aprendido desde la sensibilidad aceptada de la lógica, la responsabilidad, la honestidad y el profundo respeto por nosotros mismos como personas.
    Desechando el engaño una vez se razona y se descubre, o también encuadrando la costumbre como peldaños necesarios para que subamos niveles en las categorías humanas que nos pertenecen como seres especiales por encima de todo lo creado.
    Por eso creo que los Belenes de Navidad, bajo mi punto de vista, al igual que otras referencias de nuestra cultura religiosa se han de respetar como se respetan las imágenes con las que damos forma al sentir de la Divinidad, pues son como una referencia para nuestros sentidos.
    Pero la traducción de todo ello está en nuestro interior, en nuestras vidas individuales.
    En como hacemos para con los demás.
    Y también en como hacemos desde el respeto a nuestro origen para con nosotros mismos, que es una forma de oración para demostrar humildad ante la idea referida de Dios, como entendemos nuestra presencia en la tierra.
    Una vez ejercemos como personas responsables con nuestra capacidad de pensar y tomar decisiones desde el libre albedrío.
    Lo dicho, el tema tiene enjundia relatado desde el pasar de la historia, pero mirando para adentro tampoco se queda corto.
    Si queremos ser honestos.
    Un saludo agradecido desde el recuerdo de aquellos años de juventud.
    Juan Martín.


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