Restos de la fachada principal del Desierto de Trassierra |
Los documentos del referido expediente, más los trabajos de campo realizados en las ruinas existentes, me permitieron elaborar un breve monográfico sobre la azarosa experiencia eremítica del Carmen Descalzo en la Sierra de Córdoba, plagada de deserciones, abandonos y restauraciones, que se publicó en el Boletín de la Real Academia de Córdoba. Pero aquellas declaraciones que aseguraban haber visto o experimentados prodigios, como por ejemplo la del porquero que guardaba sus cerdos en el recinto que durante un tiempo había sido sagrado y una noche vio cómo sus animales eran expulsados por una fuerza sobrenatural por encima de las tapias del convento —en una palabra, que los cerdos salieron volando—, se me quedaron grabadas en la memoria de tal manera que fue dando forma a un universo imaginario particular al que acabé dando rienda suelta en esta novela.Recuerdo mi primera lectura apresurada en medio del silencio arcano y enigmático que habitualmente reina entre los muros de la quibla de la antigua mezquita, que es donde está situado el archivo de la catedral. Tanto me impresionó la rotundidad de las declaraciones de los testigos, en pleno siglo XVII y con la amenaza de la Inquisición ante el menor atisbo de desviación o heterodoxia, que mi lucha con argumentos de racionalidad concluyó en un sudor frío recorriéndome la espalda.
Fachada occidental. Entrada a la iglesia desde el exterior |
Una sugestión que me acompañó en todo el proceso de investigación, incluido los estudios de campo. Hace años, aunque parece que fue ayer, una cálida tarde de verano, después de localizar las ruinas del convento en los mapas topográficos, Araceli y yo nos dispusimos a reconocer el lugar donde se habían producido los hechos. Entonces no disponíamos de la herramienta Google Maps y el choque con la realidad orográfica —exuberante además en la sierra—, a pesar de tener muy bien memorizado el mapa, siempre era desconcertante. De ahí que, en principio, tomara un carril equivocado; más adelante y ya en la buena dirección, nos desviamos hacia una cortijada que lucía una vieja espadaña, creyendo que eran las ruinas. Al intentar rectificar de nuevo el camino, una manada de yeguas envolvió sorpresivamente nuestro coche con el consecuente y serio peligro. Pasado el mal rato, cuando ya parecía que acometíamos el último repecho para llegar a los vestigios eremíticos, un guarda rural salió como por ensalmo de detrás de unos arbustos, cerrándonos el paso. Necesitamos un esfuerzo ímprobo para convencer al guarda de nuestro inofensivo objetivo investigador y nos dejara seguir nuestro camino. Parecía que alguna fuerza desconocida impedía que descubriéramos el secreto cubierto por el manto de los siglos. Cuando al fin llegamos a la explanada, tras coronar el cerro más elevado de aquellos parajes, y observamos las ruinas ante nosotros, la fascinación fue acompañada de cierto grado de prevención. Mi mujer, que conocía por los textos —pues había colaborado en su transcripción— lo que se decía que allí había ocurrido, no quiso entrar, apremiándome a que recorriera las ruinas lo más rápido posible pues estaba cayendo la tarde y se nos podía hacer de noche.
Yo entré rápido en aquel campo de devastación, excitado, mirando a un lado y a otro, viéndolo todo, reconociendo la iglesia, el refectorio, la bodega, el aljibe… —lo que ya sabía por la documentación manejada—, cuando de pronto, el sol se ocultó detrás de un cerro y se precipitaron las sombras sobre nosotros. Es un fenómeno frecuente en la sierra pues, por la altura del sol, crees que te queda una hora de luz y, sin embargo, la montaña acelera la llegada de la oscuridad. Pero dado el estado de excitación —mi mujer siempre ha afirmado que no era sugestión, sino que verdaderamente sintió «la presencia» de algo extraño— no les tengo que decir a la velocidad que salimos del lugar…
Tuve que volver en otra ocasión más relajado y con más tiempo, acompañado de escépticos temerarios, pudiendo entonces medir y fotografiar las ruinas, así como observar todo el ubérrimo entorno que cobijaban las ruinas de lo que fuera un eremitorio carmelita en el bello término de Trassierra de Córdoba. Más tarde, cuando redactaba la novela, intenté volver para refrescar mi memoria, esta vez acompañado de mis hermanos Eusebio y Paco. Me encontré alambradas por todos sitios y una cancela impidiendo el paso por la vereda pecuaria, porque en Córdoba al campo sí le han puesto puertas. Abrimos la cancela en nuestra convicción del derecho de paso que asiste en las veredas pecuarias y nos pusimos a caminar hasta que, de nuevo, un guarda ahora ya motorizado nos refutó nuestras prerrogativas y tuvimos que desistir. Hice posteriormente gestiones ante los propietarios de la finca y todo fueron facilidades para la visita, a la que incluso nos acompañó el agrónomo que dirigía la explotación y que aprovechó, viendo mis conocimientos del terreno, para informarse de los sistemas de abastecimiento de agua de los antiguos pobladores de aquellas ruinas, que a él siempre le habían intrigado y que pensaba utilizar para la explotación ganadera.
El deterioro sufrido por las ruinas, desde mi primera visita, es más que apreciable y dudo que pueda existir alguna iniciativa pública o privada que impida su total destrucción, estando próximo el fin de todo rastro de este Desierto —como así se llama aún la referencia geodésica— y que podemos localizar en la hoja 922 del mapa 1/50.000, cota 408, y en las coordenadas geográficas 37º,57’,10’’ de latitud N y 4º,51’,18’’ de longitud W. A no ser que los espectros vuelvan a manifestarse y corra de nuevo el rumor de que existen “Espectros en Trassierra”.
Luís Enrique, hoy me permito acercarme a tu comentario de puntillas, pues como dicen en Galicia sobre las meigas que no existen, pero que haberlas, hailas.
ResponderEliminarPrimero he de reconocer la satisfacción que me produce el poder leer a compañeros de juventud, que saben decir los aspectos curiosos de sus experiencias y vivencias de forma interesante y precisa.
Recuerdo la mano de aquella magnífica profesora de literatura en el instituto de Córdoba llamada Dª. María Luisa Revuelta.
Como dices, ese sentir el repelús en la espalda sin venir a cuento, es algo que poco a mucho a más de uno nos ha llegado en alguna ocasión, notando como un no estar solos o el ser observados.
O esos golpes secos oídos sin venir a cuento, que parecen una aprobación o un reproche a nuestros pensamientos o deseos gestados dentro de nuestra cabeza.
En Santa María de los Ángeles, en más de una ocasión noté esa sensación de no estar solos mirando por las ventanas del pasillo del Beato Juan de Ávila hacia la fuente de los tres caños.
Es algo que se siente y que se calla, por el temor de ser tomados por raritos o timoratos.
Quizás es que no vemos la mitad de lo que existe a nuestro alrededor, como les pasa a las hormigas que tienen el hormiguero junto a la carretera, y no son conscientes del volumen del tráfico.
Al menos en apariencia.
Un saludo Luís Enrique desde la distancia de los años, y gracias por tus apuntes y reflexiones hechos desde la calma y el gusto por el buen manejo de las palabras.
Juan Martín.
Luis Enrique, tienes un dominio perfecto sobre la palabra. Continúa con tus historias, por cierto interesantísimas. Un abrazo.
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