Quisiera que el lector no tomara al pie de la letra la rotundidad del título de esta entrada, motivado únicamente por la inevitable referencia entre la imagen de los alcaldes catalanes blandiendo sus varas de mando y el grabado de nuestro genial Goya, en el que dos personajes luchan dramáticamente a garrotazos. El símil nos daría mucho más juego que la mera pugna de dos contendientes, pues las últimas interpretaciones simbólicas del cuadro nos hablan, en función de la caracterización asignada a los personajes y el contexto socio-político de la época en la que se realizó la obra —el Trienio Liberal que acabó con la entrada de las tropas del duque de Angulema en 1823 (los Cien Mil Hijos de San Luis)— de la dialéctica entre la Ilustración y el Antiguo Régimen, entre lo abierto y lo cerrado, entre la luz y la oscuridad o, dicho de otro modo, entre la transparencia y el enmascaramiento de las verdaderas intenciones, que es un aspecto que no sólo continúa presente, sino que finalmente ha definido nuestra época contemporánea. Pero, en estos momentos, únicamente quiero recordar con esta imagen esa constante y mala costumbre española de apelar a las vísceras cuando se trata de defender lo propio, la identidad real o fingida —el nacionalismo es anterior a la nación, no al revés, como dejó sentado Gellner—, dando lugar a episodios más propios de la barbarie que de la civilización. Y lo digo con dolor, sumiéndome en el pesimismo que en su día invadió a Ortega cuando sentenció que “el problema catalán no se puede resolver, solo se puede conllevar”.
Uno de esos pasajes a los que me refiero cuando hablo de vísceras es el movimiento cantonal que irrumpe en julio de 1873, tras dimitir Pi y Margal y ser elegido Salmerón para sucederle en la presidencia del gobierno. Además de la conocida Cartagena, se sublevaron Sevilla, Cádiz, Granada, Jaén, Algeciras, Tarifa, San Fernando, Andújar, Écija, Loja, Valencia, Sagunto, Castellón, Alicante, Torrevieja, Orihuela, Salamanca, Béjar y otras poblaciones menos relevantes, dando fuerza a este movimiento revolucionario e independentista que tantas situaciones disparatadas produjo, no exentas del drama de la violencia. Generalmente, cuando se proclamaba el Cantón, se procedía de inmediato a la destitución de las autoridades fieles al Gobierno central, debiendo en algunos casos combatir las fuerzas populares con las guarniciones locales para tomar el poder y establecer las nuevas juntas revolucionarias. Pero la independencia no se proclamaba solo respecto al poder central, sino frente al pueblo vecino, frente a la capital o frente a todo aquel que pretendiera tutelar o molestar su autonomía. En Andalucía son conocidas las disputas entre Sevilla y Utrera, entre Sevilla y Huelva, Jerez y Cádiz, así como en distintos pueblos de la provincia de Málaga. Pero sin duda, el ejemplo mas representativo y esperpéntico lo encontramos en Jumilla, donde su república independiente se enfrenta a la de Murcia, proclamando que “la nación Jumillana desea vivir en paz con todas las naciones vecinas y, sobre todo con la nación Murciana, pero si hoyara su territorio, Jumilla se defenderá como los héroes del Dos de Mayo y triunfará en la demanda, resuelta completamente a llegar, en sus justísimos desquites, hasta Murcia y no dejar de ella piedra sobre piedra”.
No obstante, el cantonalismo andaluz tuvo igualmente una dimensión regional, concretada en el manifiesto federal, fechado el 21 de julio de 1873, en el que se arremete contra un gobierno “centralizador” y se pide “la inmediata formación de los Estados confederados”: “En Despeñaperros, histórico e inexpugnable baluarte de la libertad, se enarboló ayer, por las fuerzas federales que mandan los que suscriben, la bandera de la independencia del Estado Andaluz. Terminemos, pues, nuestra obra. Completemos la regeneración social y política de esta tierra clásica de la libertad y de la independencia”.
El general Pavía sería el encargado de acabar con la insurrección en Andalucía, doblegando fácilmente los focos de resistencia y produciéndose entonces escenarios igualmente singulares, como en Iznájar, patria chica de Montilla —el que fuera presidente de la comunidad de Cataluña—, donde los amotinados se atrincheraron en el Ayuntamiento y, viendo a los soldados dispuestos para asaltar el edificio, arrojaron “las varas de los Alcaldes” por los balcones, según nos dice la crónica.
Episodios secesionistas a nivel local han sido frecuentes en nuestros pueblos, encontrando en las ELA (Entidades Locales Autónomas, aldeas que se han separado de su municipio) el ejemplo más representativo de esas luchas identitarias, donde predominan más las vísceras —como decimos— que la lógica o la razón. Mi mismo pueblo, Peñarroya-Pueblonuevo, es paradigmático en este sentido: la antigua aldea de Peñarroya, dependiente de Belmez, vio crecer a su lado un “Pueblonuevo” merced al desarrollo minero del siglo XIX. Este Pueblonuevo logra su independencia de Belmez en 1894, poniendo trabas para que Peñarroya logre el mismo objetivo, impugnando incluso su segregación obtenida en 1896, lo que nos habla de la rivalidad y confrontación de intereses. En 1927 el poder político fusiona en un único ayuntamiento ambas villas —de ahí el nombre actual de Peñarroya-Pueblonuevo—, a pesar de la oposición de las clases populares. La consiguiente defensa de lo propio generó verdaderas batallas campales entre los jóvenes de ambas orillas del arroyo de la Hontanilla, dejando incluso algún mutilado que yo mismo llegué a conocer. La guerra civil abortó toda reivindicación, rebrotando en los años 50 las campañas secesionistas en la antigua Peñarroya, apelando a los sentimientos de agravio dada la preferencia inversora en infraestructuras y equipamientos para Pueblonuevo. Mi padre, natural de Peñarroya, solía contarnos ufano cómo pasó una noche en el cuartelillo por prestar una escalera a los que trataban de poner una pancarta reivindicativa. Pero todo aquello quedó superado por el ejercicio de la plena convivencia que todos aprendimos con el comienzo de la Transición, aunque quedaran posos latentes y ocultos de aquellas diferencias. Y no digamos de Andalucía, cuyo extinto regionalismo ha finiquitado incluso al Partido Andalucista.
La propuesta independentista catalana actual, con su innegable carga de beligerancia y desafío, ha roto definitivamente el «equilibrio pactado» que configuró el estado de las autonomías que surge de la Transición, donde predominó el pragmatismo político más que el convencimiento profundo. Y es, indudablemente, un peligroso paso atrás en la necesaria y pretendida armonía y universalidad que imponen los tiempos actuales.
No hace falta recordar el sufrimiento y las guerras que desgarraron Europa en el pasado siglo, y aún hoy, por culpa de los nacionalismos. La misma Unión Europea, que nos ha llevado a las mayores cotas de bienestar, surge precisamente de la experiencia dramática de la II Guerra Mundial. Ya lo dijo Churchill en Zurich en 1946: “tenemos que construir una especie de Estados Unidos de Europa, y sólo de esta manera cientos de millones de trabajadores serán capaces de recuperar las sencillas alegrías y esperanzas que hacen que la vida merezca la pena. El proceso es sencillo. Todo lo que se necesita es el propósito de cientos de millones de hombres y mujeres, de hacer el bien en lugar de hacer el mal y obtener como recompensa bendiciones en lugar de maldiciones”. Eso es lo que ha cimentado nuestra actual estabilidad y lo que irremediablemente orienta el futuro. Todo lo demás es ir en contra de la realidad, de la historia y del futuro de la civilización. El proceso soberanista catalán, cuando hasta las economías nacionales han dejado de existir, es ir contracorriente. Vivimos inmersos en una economía global, bajo el signo de una rápida integración determinada por un nueva división internacional del trabajo. Y nadie puede apartarse de este proceso. Ni siquiera la economía más fuerte del mundo, que es la norteamericana.
Luis Enrique: me gusta la exposición que has hecho. Ha quedado suficientemente clara tu opinión personal sobre el tema, sin caer en el predominio de "las visceras" (como tu dices) de un nacionalismo español a ultranza. Nadie se puede sentir ofendido sino todo lo contrario, debe ver la apertura de un camino abierto para que cada cual se cuestione la realidad y saque sus propias conclusiones..
ResponderEliminarUn abrazo
El Luís Enrique que recuerdo era delgado y ágil, hacía de portero y alguna vez jugamos en el mismo equipo como se puede ver en una fotografía antigua en la sierra de Hornachuelos.
ResponderEliminarEste artículo sobre la actualidad de Catalunya es verdad que se puede representar como un enfrentamiento entre personas ciudadanas con diferente sentir patrio.
Pero a su alrededor quienes vivimos dentro, hemos detectado un juego de intereses de poder que siempre usan el resorte del nacionalismo cuando se quieren sacar réditos políticos.
Porque de eso se trata, de coger tajada en un pastel de proyecciones enormes que como en los bailes, que si no nos dan cancha pues enredamos la función hasta que alguna chica nos acepte.
El problema común en nuestro país ha sido mayormente el confundir la democracia con una impunidad para hacer desde las instituciones cada cual con su capa un sayo.
Usando a la ciudadanía de parapeto, con alevosía y nocturnidad, para que parezcan culpables quienes solo saltan cuando le pisan los callos.
Con el añadido impresentable de la corrupción rampante como una forma asumida de gestión pública.
Siendo la gente quien siempre paga el gasto.
Un saludo, y disculpa el atrevimiento de opinar sobre este tema, ante la categoría incuestionable de todo un señor historiador de nuestro pasado reciente.
Juan Martín.