Hace poco tiempo, casi a la
vez que iniciaba la aventura de este blog
otoñal, tuve la oportunidad de ver la serie de la televisión danesa
“1864”, basada en la novela Slagtebænk
Dybbøl del historiador y periodista Tom Buk-Swienty, que gira en torno a la
Guerra de los Ducados donde chocaron los nacionalismos danés y germánico. No
soy especial consumidor de series televisivas, pero ésta me atrapó de manera
ineludible, envolviéndome en la atmósfera creada por la maravillosa fotografía,
la brillante banda sonora del compositor americano Marco Beltrami, la belleza y
sensibilidad de un texto que emerge sobre la frialdad del tono danés
característico, así como por el rigor con el que están tratados los hechos históricos.
La espectacularidad y el realismo con el que se desarrollan los movimientos de
masas, las explosiones, las batallas, así como la historia amorosa que enhebra
el drama en tiempos de guerra, no me han impedido, sin embargo, quedar
igualmente cautivado por el desarrollo de la personalidad del iluminado y
mesiánico primer ministro D.G. Monrad, teólogo que terminaría siendo obispo,
empeñado en ir a la guerra a pesar de la evidente inferioridad danesa frente al
todopoderoso ejército prusiano. Y todo por un exaltado y delirante nacionalismo
que no tiene empacho en mandar irracionalmente a miles de jóvenes al matadero
con tal de satisfacer un fatuo patriotismo.
Tengo entendido que la
serie, a pesar de su éxito, ha tenido ciertas críticas entre los sectores más conservadores por el daño que representa
a los valores patrios, especialmente con la caricatura de Monrad, a quien
consideran uno de los padres de la constitución danesa. Pero la fidelidad
histórica de esa patológica personalidad queda demostrada en la tesis doctoral
del psiquiatra Johan Schioldann-Nielsen DG
Monrad. Una patografía, defendida en 1983, que sería la base de su libro
“La vida de la DG Monrad, 1811-1887:
trastorno maníaco-depresivo y el liderazgo político”, donde concluye que
Monrad sufría de ciclotimia con cambios de humor maníaco-depresivos leves o
moderados, con el juicio reducido en gran medida durante la guerra de 1864.
Sin duda, por el título de
la entrada, ya sabrán hacia dónde voy. Pero es
inevitable la comparación o paralelismo entre el visionario predicador
danés y el también mesiánico nacionalista catalán, Artur Mas, empecinado contra
viento y marea, contra la historia y contra el futuro, en llevar a Cataluña
—otrora tierra de promisión— al más profundo de los abismos. Hay un nexo
desconocido para la mayoría entre ambos líderes y es el origen confesional de
su pensamiento político pues, aunque nunca lo reconozca, el nacionalismo de
Artur Mas tiene su fuente de inspiración en el obispo Josep Torras y Bages y en
su obra La tradició catalana (1892).
En este libro está la sustitución de una Cataluña real por una soñada o
fingida; aquí reside la interpretación quejumbrosa de Cataluña, de una nación
frustrada y permanentemente oprimida por alguien, como continuamente exhiben
los actuales líderes nacionalistas, encabezados por Artur Mas. Pero, por ende y
para más analogías, es ya frecuente tildar en la prensa al líder nacionalista
en términos patológicos. Y no sería nada extraño pues, como es de todos
conocido, el poder engendra ciertos trastornos neurológicos caracterizados
generalmente por la desmesura, el rechazo a oír consejos, la impulsividad o el
culto a la personalidad. Estas deformaciones patológicas en caciques,
dictadores, dirigentes empresariales y líderes políticos ha sido objeto de
consideración en la literatura universal desde los mismos clásicos de la
Antigüedad, teniendo una de las representaciones más cercanas en La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa,
referida al dictador
dominicano Rafael Leónidas Trujillo. Yo mismo me acerqué tímidamente a la
figura del poderoso don Pedro Fernández de Alcaudete en mi novela El Tesorero de la Catedral (2006),
basándome en la documentación medieval cordobesa del siglo XV y, por qué no,
proyectando mi experiencia junto a un dirigente empresarial —en una libre y
literaria elipsis temporal— tocado igualmente del síndrome de Hybris,
llamado así por los griegos a quienes, desbordando la condición humana, osaban
desafiar a la divinidad.
En el campo científico, la larga serie de estudios sobre las determinaciones
psicológicas del liderazgo tienen en su nómina nombres de la talla de Sigmund
Freud, Jerrold Post o Malcolm Gladwell, culminando la misma el estudio de David
Owen y Jonathan Davidson titulado “Síndrome dehybris: ¿un desorden de
personalidad adquirido? Un estudio de los presidentes de Estados Unidos y los
primeros ministros del Reino Unido a lo largo de los últimos 100 años”. Según
estos autores, los líderes que son víctimas de Hybris ven el mundo como un lugar de auto-glorificación a través
del ejercicio del poder; tienen una tendencia a emprender acciones que exaltan
la propia personalidad; exhiben un celo mesiánico y exaltado en el discurso;
identifican su propio yo con la nación o la organización que conducen; muestran
una excesiva confianza en sí mismos; desprecian a los otros; presumen que sólo
pueden ser juzgados por Dios o por la historia; pierden el contacto con la
realidad y recurren a acciones inquietantes, impulsivas e imprudentes. No hace
falta extenderse en demasía para ver en estas características al mesiánico
líder nacionalista catalán, convencido de que él, y solo él, llevará a su
pueblo a la Arcadia feliz de la independencia.
Para los antiguos griegos, la persona que
cometía Hybris era culpable de querer más que la parte que
le había sido asignada por el destino. Los dioses castigaban a aquellos que
presentaban esta patología moral mediante Némesis, diosa de la Justicia y la
equidad, con una cura de humildad obligando a los afectados a volver a sus
posibilidades humanas. Monrad, tras la derrota, fue destituido y se fue a
predicar a los indígenas de Nueva Zelanda. Hoy, el destino de Artur Mas es
incierto en su pretensión de continuar en la presidencia de la Generalidad,
pero sobre él parece descender —tras las acciones del Tribunal Constitucional— la admonición de Herodoto
cuando advertía que “la divinidad fulmina
con sus rayos a los seres que sobresalen demasiado, sin permitir que se jacten
de su condición; en cambio, los pequeños no despiertan sus iras. Puedes
observar también cómo siempre lanza sus dardos desde el cielo contra los
mayores edificios y los árboles más altos, pues la divinidad tiende a abatir
todo lo que descuella en demasía”.
Ambos personajes son un claro ejemplo de la estupidez humana. Pero es mas inquietante ver los rebaños desprovistos de sentido común que veneran, casi con exaltación, la puesta en escena de estos personajes. No podemos olvidar las masas enfervorizadas que mitificaron a Hitler y le otorgaron caracter divino, mientras este los conducia al mas absoluto desastre.
ResponderEliminarD. Luís Enrique por lo que he podido leer, veo que la historia para ti además de una carrera es una pasión saboreada desde la finura de un paladar exquisito.
ResponderEliminarFelicidades desde la simple afición de un lector, que recoge lo que encuentra por el camino y trata de entenderlo aplicándolo a la realidad, que como el teatro hay que verlo por fuera y por dentro.
En Catalunya hay mucho tomate.
Aparte de vínculos y trayectorias similares con personajes un poco tocados.
Por detrás del proscenio laten tres o cuatro sones que no siempre se escuchan en el fragor del ruido partidario y de pugnas personales.
Son los intereses creados cocinados con todo el caldo de cultivo que genera el lugar y su historia más o menos reciente, a veces mancillada desde la fuerza militar en varias ocasiones.
Ese puede ser el compás de la música.
Y luego está el vil metal que encandila los ojos de propios y extraños, que todo el mundo somos criaturas del Señor, seamos de donde seamos y tengamos las enseñas que tengamos.
Detrás de las bambalinas se cuecen muchas habas, que parecen el toco-mocho de la política, que dicho en Román paladino significa sumar escaños y apoyos. Pues la independencia no se la cree nadie en el mundo global en que vivimos con los mercados y los bancos de jueces.
En política es lo que se paga, los escaños.
A los partidos de todo signo, porque la gente normal de pueblo lo que hacemos de forma franciscana es pagar las tasas y los impuestos.
Todos y si excusas.
Desde mi modesto punto de vista no hay locura D. Luís.
En ninguno de los cinco bandos que se pueden contar en el tapete nacional repartiendo juego.
Sino solo ambición de poder llegar primero a la hora de ejercer el cargo.
Cosa lícita, pues todo el mundo está apuntado en esa carrera por llegar el único.
Y quedarse con la corona de laurel.
Mientras nosotros, el público aplaudimos a rabiar y luego nos vamos a dormir con los bolsillos tiesos como la mojama, y la cabeza como un tambor.
Las pugnas entre iguales casi nunca acaban en sangre, solo son posturas delante de la grada.
No es locura D. Luís Enrique, es la pasta.
Humildemente, un saludo.
Juan Martín.