martes, 29 de marzo de 2016

La Izquierda, la Iglesia y la Corona, unidas en la ambigüedad sobre la Fiesta de los Toros


Corrida de Toros 1934. Oleo de Pablo Picasso (Col.Washington)


Con el comienzo de la temporada taurina vuelve a renacer la controversia entre los taurinos y antitaurinos, sobre la conveniencia de prohibirlas o, por el contrario, apoyarlas. Y, en consecuencia, surgen de nuevo las manifestaciones de uno y otro signo en medio de una incomprensible confusión. Para algunos pudiera parecer que esto es propio de la modernidad, de la incongruencia o anacronismo de una fiesta con animales a estas alturas, bien entrados ya en el siglo XXI. Pero este fenómeno ha sido una constante en la historia, encontrándonos además en ella la paradoja de la unión en la ambigüedad sobre la Fiesta de los Toros a la Iglesia, la Izquierda ideológica y la misma monarquía española. Aunque hoy, quien más ruido y significación provoca en este tema son los partidos políticos denominados progresistas, como gráficamente recogió el País —nada sospechoso, por tanto— en su artículo del 31 de julio del pasado año, que tituló “La izquierda entra como un miura en la fiesta de los toros”, en referencia a la pretensión de “cortar la coleta a la tradición taurina” de los grupos de izquierda que se incorporaron a los municipios tras las últimas elecciones. Sin embargo, el mismo articulista, destaca la multitud de incoherencias ideológicas y ambigüedades de los partidos, según estén en una comunidad favorable a la fiesta o no, llegándose a preguntar por el motivo real de esta moda de la izquierda política.

Pero como digo, las diatribas y ambigüedades han perseguido a la fiesta desde sus propios inicios, pues ya en el siglo XIII —fue en la Edad Media donde se empieza a generalizar las fiestas con toros—, en las Partidas de Alfonso X se asoman ciertas limitaciones, especialmente para el clero al que se le prohibe su asistencia por no ser esos espectáculos acordes con su estado. Poco caso le hicieron los curas al rey Sabio, pues no hubo corrida en pueblos y ciudades sin la asistencia de los curas, prelados y hasta cabildos en pleno, como en Sevilla donde no empezaban las corridas de la mañana hasta que el Cabildo de la Catedral no terminaba el coro. Tendría que llegar la Bula "De Salute Gregis" de San Pío V, promulgada el 1 de noviembre de 1567, para que la cosa se pusiera un poco más seria, pues, entre otras cosas, decía que “Considerando Nos despacio lo muy opuesto de tales exhibiciones a la piedad y caridad cristianas, y deseando que estos espectáculos tan torpes y cruentos, más de demonios que de hombres, queden abolidos en los pueblos cristianos, prohibimos bajo pena de excomunión, "ipso facto incurrenda", a todos sus partícipes, cualquiera que sea su dignidad, lo mismo eclesiástica que laical, regia o imperial el que permitan estas fiestas de toros. Si alguno muriera en el coso, quede sin sepultura eclesiástica. También prohibimos a los clérigos, tanto seculares como regulares, bajo pena de excomunión, el que presencien tales espectáculos. Anulamos todas las obligaciones, juramentos y votos de correr toros, hechos en honor de los santos o de determinadas festividades…”.

La excomunión la levantaría su sucesor Gregorio XIII en 1575, con la bula Exponis nobis, pero dejando ésta exclusivamente para los clérigos que asistieran a las corridas de toros. Sixto V vuelve a poner en vigor la bula de Pío V, siendo Clemente VIII, en 1596, quien mediante la bula Suscepti numeris indulta de condenas y anatemas a los participantes de las corridas de toros. La rebeldía y la polémica, sin embargo, fue una constante entre teólogos y moralistas, destacándose en tiempos de Felipe II Fray Antonio de Córdoba, fiel defensor de los toros, como también la prestigiosa escuela salmanticense, lo que provoca que a finales del siglo XVII, Inocencio XI recordara las prohibiciones papales. Como reflejo de esta extravagancia, nos encontramos con la celebración de la canonización de Santo Tomás de Villanueva (1658) con varias corridas de toros cuando durante su vida (1486-1555) fue un furibundo detractor de las corridas, como nos cuenta Juan Manuel Albendea, quedando como baldón este truculento anatema: “…¿Quién tolerará esta bestial y diabólica usanza?… no sólo pecáis mortalmente, sino que sois homicidas y deudores delante de Dios en el día del juicio de tanta sangre violentamente vertida”.

domingo, 6 de marzo de 2016

Nuestros Refugiados. El drama de 1939


Soldados cruzando los Pirineos


No cabe duda de que el tema de los refugiados es una dramática realidad cuya dimensión golpea tenaz e inexorablemente el muro de la cultura actual de la indiferencia. El solidario enunciado de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en su artículo 14.1, que proclama que “en caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país”, ha quedado en eso, en mero enunciado. La Convención de las Naciones Unidas sobre el Estatuto de los Refugiados, del 28 de julio de 1951, marcó un hito en la elaboración de las normas relativas al trato debido a los refugiados, definiendo los conceptos fundamentales del régimen de protección de los mismos, afrontando las consecuencias de la II Guerra Mundial en Europa, y expresando la firme voluntad de la comunidad mundial de velar por la persecución y la desolación de los años de guerra. Quedan muy lejos esos orígenes humanitarios y el problema de los refugiados ha ido creciendo de manera exponencial, alcanzando tal dimensión que supera la capacidad de los Estados para afrontar la situación. La mayoría de nosotros vemos, desde el confort de nuestro salón, las escenas de horror, de sufrimiento y de muerte de tantas personas —niños, jóvenes y ancianos— que huyen aterrados, dejándolo todo atrás en una lucha tenaz por la supervivencia, encontrando generalmente el rechazo y la hostilidad de los países que consideraban su tabla de salvación. Algunos, sin embargo, han reaccionado con gestos de heroísmo solidario, alistándose como voluntarios en aquellas fronteras donde el drama humano es dantesco. Otros, se deciden a colaborar en los movimientos de acción humanitaria que surgen por doquier. Pero la inmensa mayoría nos contentamos con horrorizarnos, para a continuación y rápidamente justificar con la impotencia esa molesta interpelación ética que la situación nos provoca.

La lejanía relaja siempre todo tipo de compromiso; pero en este caso nos olvidamos de que no está tan lejos el problema, pues las riberas del Mediterráneo casi se tocan por algunos lados y, sobre todo, se olvida o se desconoce que nosotros, los españoles, también padecimos la crueldad del éxodo masivo, de la fuga forzada en busca de refugio, tras la caída de Barcelona en el invierno de 1939. Por todo ello, en estos momentos en los que día a día nos asaltan las imágenes de esa lucha por la supervivencia, bien en las peligrosas travesías, bien en los inmundos campos fronterizos, recuerdo con viveza los relatos de mi suegro, Santiago Álvarez de Sotomayor Gámiz, que padeció aquella infausta desventura.