lunes, 17 de abril de 2017

Navarra, la Ikurriña y el silencio

Proclamación del primer rey de Navarra. Joaquín Espalder. Palacio de Navarra

Leí con cierta perplejidad la noticia de la derogación de la Ley de Símbolos del Parlamento navarro, que abría la puerta para que la ikurriña pudiera ondear en las instituciones públicas de Navarra. Pero aún me sorprende más, pasados ya unos días, la escasa respuesta que esta maniobra ha tenido en los medios políticos, sociales o culturales. Aunque no debería extrañarnos ese silencio en una sociedad cuya realidad social está en gran medida fundamentada en ese vacío como el mejor medio de mantener las apariencias de convivencia. Y eso —visto desde Andalucía donde el único grito es el quejío, no deja de ser triste, porque el silencio suele ser la expresión del miedo y cómplice de estructuras autoritarias, como las dictaduras, donde la libertad brilla por su ausencia. Nuestra historia reciente nos habla con suficiente elocuencia en este sentido, pues no tenemos más que asomarnos a los quince primeros años que siguieron al final de la guerra civil y comprenderemos que fue el silencio —ante la represión, fusilamientos, depuraciones…—, quien ayudó a consolidar y fortalecer el régimen.
Cualquiera que visite esa bella tierra percibe el rumor de ese silencio; ese mirar para otro lado, ese no querer saber nada. Fui testigo en San Sebastián, ya acabando la década de los 90, de cómo se iban apagando las luces de las ventanas a medida que unos jóvenes gamberros —no encuentro mística alguna en esos hechos— atropellaban con unos contenedores de basura todo lo que encontraban a su paso: nadie quiere ver nada; es la patria callada que rezuma en las páginas de Aramburu y que llevan impresa y silente incluso los vascos que viven en el sur.

El príncipe de Viana. José Moreno Carbonero. Museo del Prado
Somos conscientes de las dificultades que para la convivencia histórica ha representado y representa la articulación de la realidad social en las formas políticas, dada la complejidad de factores que influyen en esta delicada construcción. No son suficientes los decretos o las leyes para crear un verdadero Estado de las Autonomías pues las unidades sociales, como escribiera Julián Marías, se han ido formando a lo largo de mucho tiempo, mediante la convergencia de distintos factores, como el geográfico, étnico, lingüístico, religiosos, económicos o culturales, cuya complejidad nos parecen a veces irracionales. Pero ahora, con la ikurriña inventada por Sabino Arana enseñoreando la milenaria Navarra, se está adulterando la configuración de esas realidades sociales y políticas, atropellando la razón histórica. Porque si hemos de buscar  alguna preeminencia, esta sería la de Navarra sobre las provincias vascongadas; aunque prefiero la tesis histórica de dos pueblos diferentes con un origen común en Navarra y Aragón. Como escribiera Claudio Sánchez Albornoz, «no sólo es lícito sino obligado establecer en las sierras de Urbasa, Andía y Aralar la frontera perdurable que ha separado dos comunidades históricas dispares: la Euzcadi de hoy de la Navarra milenaria. Los navarros o eran iberos puros o hermanos de los puros iberos o estaban profundamente iberizados; y los habitantes de la depresión vasca si no eran Cántabros estaban muy emparentados con ellos». Desde el punto de vista histórico no tiene ningún sentido esta vuelta a los falsos mitos, como bien queda asentado en las numerosas aportaciones de Sánchez Albornoz sobre Vasconia y Navarra, recopiladas en Vascos y navarros en su primera historia (Madrid, 1974) y Orígenes del Reino de Pamplona, Su vinculación con el Valle del Ebro (Pamplona, 1981), cuyos argumentos fueron sintetizados y divulgados en el libro Orígenes y destino de Navarra. Trayectoria histórica de Vasconia (Barcelona, 1984).

jueves, 6 de abril de 2017

Intrigas en la corte castellana


Alfonso Castilla: «Estamos ante la trepidante historia de un hombre singular, culto y apasionado, enfebrecido por la ambición de poder»

Durante la reciente celebración de la Feria del Libro en Córdoba tuvo lugar la presentación del libro «La Salamandra púrpura», de Luis Enrique Sánchez, publicada por la editorial Utopía Libros. En el acto, celebrado en el salón del Centro Cultural San Hipólito, intervinieron el editor, Ricardo González, Salvador Blanco, vicepresidente de la Diputación Provincial, el autor y Alfonso Castilla, presidente de Andalucía Económica, quien presentó la obra y cuyo texto reproducimos a continuación:


… Hace tres años que soy lector de las publicaciones de UTOPÍA y tengo que felicitar a Ricardo González Mestre por el entusiasmo, el tesón, y el cariño que con muchas dificultades está cubriendo un espacio editorial que Córdoba necesita. Gracias Ricardo. 
De Luis Enrique sabía de su profesionalidad y de su especial habilidad en el ámbito de la comunicación institucional y empresarial, donde la palabra es instrumento determinante para crear una imagen social positiva y atractiva de la empresa o institución a la que se representa. Conocía, además, su trayectoria académica en el ámbito de la investigación archivística, pero confieso que me sorprendió la calidad de su dimensión literaria cuando se atrevió a darla a conocer en El Tesorero de la Catedral. Una calidad, evidente en la riqueza de vocabulario y sus formas expresivas, que corroboró con Espectros en Trassierra y que llevó al crítico literario Antonio Moreno Ayora a situarlo en el Olimpo de escritores cordobeses contemporáneos. Hoy, nos confirma todo lo que presumíamos con esta nueva entrega, la Salamandra púrpura: una obra definitiva, de plena madurez, en la que solventa con naturalidad y brillantez las dificultades que siempre entraña abordar la construcción de una novela en torno a la biografía de un personaje tan complejo, en una época tan turbulenta como el siglo XV.

Perspectiva del salón de actos
             Luis Enrique se ha caracterizado por desplegar su literatura, sus obras de ficción, teniendo siempre a la historia como fuente de inspiración, con lo que aúna —y esto se lo he oído decir en alguna ocasión— dos de sus facetas vocacionales como son la investigación histórica y la creatividad literaria. De este modo dota a la historia de un componente didáctico y atractivo, pues no en vano la belleza es el resultado del arte literario. Porque en la obra de Luis Enrique podemos observar ese afán por la búsqueda de la emoción en cada párrafo, en cada página, hasta hacernos comprender lo acertado de Dostoievsky cuando, en Los hermanos Karamazov, decía que «la belleza es el campo de batalla donde Dios y el diablo se disputan el corazón del hombre».

Pero sus obras no utilizan la historia únicamente como telón de fondo, como si fuera un paisaje sobre el que discurren los personajes, sino que le imprime la impronta personal de la investigación, de la exhaustiva documentación sobre personajes y lugares, que visita y recorre personalmente, consiguiendo una riqueza visual y tal cúmulo de detalles que nos introduce de lleno en aquel tiempo, en aquellos lugares donde tiene lugar la peripecia vital de su protagonista, Alonso de Fonseca. De este modo, la lectura de La Salamandra, irremediablemente, nos hace vivir desde dentro los avatares de aquella corte convulsa e intrigante. Porque la novela nos cautiva, nos conquista con su deleite verbal hasta hacernos creer que esa historia no es de papel, sino que es la realidad y que estamos viviéndola a la vez que sus personajes.

Intervención de Alfonso Castilla
             Contribuye notablemente a su ambientación el uso del lenguaje de la época, con el que el autor está familiarizado tras años de lectura de los textos originales en archivos catedralicios. Y este arcaísmo en el léxico, que en principio podría parecer como una dificultad para el lector, se convierte en sus manos en un elemento enriquecedor, nada vanidoso, que autentifica, además, a esta novela como testimonio elocuente de aquella realidad histórica, el siglo XV y más concretamente el reinado de Enrique IV, caracterizada por la corrupción y la rapacidad de la nobleza, insaciable siempre a la hora de acaparar rentas, mercedes y señoríos.