Proclamación del primer rey de Navarra. Joaquín Espalder. Palacio de Navarra |
Leí con cierta perplejidad la noticia de la derogación de la Ley de Símbolos del Parlamento navarro, que abría la puerta para que la ikurriña pudiera ondear en las instituciones públicas de Navarra. Pero aún me sorprende más, pasados ya unos días, la escasa respuesta que esta maniobra ha tenido en los medios políticos, sociales o culturales. Aunque no debería extrañarnos ese silencio en una sociedad cuya realidad social está en gran medida fundamentada en ese vacío como el mejor medio de mantener las apariencias de convivencia. Y eso —visto desde Andalucía donde el único grito es el quejío—, no deja de ser triste, porque el silencio suele ser la expresión del miedo y cómplice de estructuras autoritarias, como las dictaduras, donde la libertad brilla por su ausencia. Nuestra historia reciente nos habla con suficiente elocuencia en este sentido, pues no tenemos más que asomarnos a los quince primeros años que siguieron al final de la guerra civil y comprenderemos que fue el silencio —ante la represión, fusilamientos, depuraciones…—, quien ayudó a consolidar y fortalecer el régimen.
Cualquiera que visite esa bella tierra percibe el rumor de ese silencio; ese mirar para otro lado, ese no querer saber nada. Fui testigo en San Sebastián, ya acabando la década de los 90, de cómo se iban apagando las luces de las ventanas a medida que unos jóvenes gamberros —no encuentro mística alguna en esos hechos— atropellaban con unos contenedores de basura todo lo que encontraban a su paso: nadie quiere ver nada; es la patria callada que rezuma en las páginas de Aramburu y que llevan impresa y silente incluso los vascos que viven en el sur.
El príncipe de Viana. José Moreno Carbonero. Museo del Prado |
Somos conscientes de las dificultades que para la convivencia histórica ha representado y representa la articulación de la realidad social en las formas políticas, dada la complejidad de factores que influyen en esta delicada construcción. No son suficientes los decretos o las leyes para crear un verdadero Estado de las Autonomías pues las unidades sociales, como escribiera Julián Marías, se han ido formando a lo largo de mucho tiempo, mediante la convergencia de distintos factores, como el geográfico, étnico, lingüístico, religiosos, económicos o culturales, cuya complejidad nos parecen a veces irracionales. Pero ahora, con la ikurriña inventada por Sabino Arana enseñoreando la milenaria Navarra, se está adulterando la configuración de esas realidades sociales y políticas, atropellando la razón histórica. Porque si hemos de buscar alguna preeminencia, esta sería la de Navarra sobre las provincias vascongadas; aunque prefiero la tesis histórica de dos pueblos diferentes con un origen común en Navarra y Aragón. Como escribiera Claudio Sánchez Albornoz, «no sólo es lícito sino obligado establecer en las sierras de Urbasa, Andía y Aralar la frontera perdurable que ha separado dos comunidades históricas dispares: la Euzcadi de hoy de la Navarra milenaria. Los navarros o eran iberos puros o hermanos de los puros iberos o estaban profundamente iberizados; y los habitantes de la depresión vasca si no eran Cántabros estaban muy emparentados con ellos». Desde el punto de vista histórico no tiene ningún sentido esta vuelta a los falsos mitos, como bien queda asentado en las numerosas aportaciones de Sánchez Albornoz sobre Vasconia y Navarra, recopiladas en Vascos y navarros en su primera historia (Madrid, 1974) y Orígenes del Reino de Pamplona, Su vinculación con el Valle del Ebro (Pamplona, 1981), cuyos argumentos fueron sintetizados y divulgados en el libro Orígenes y destino de Navarra. Trayectoria histórica de Vasconia (Barcelona, 1984).
No merece la pena reiterar lo que ya es suficientemente conocido y únicamente traemos aquí dos de las principales conclusiones de la obra del maestro de historiadores: en primer lugar, las tierras de Vasconia, en el sentido amplio de este término, que incluye a Navarra y a las Vasgongadas, han participado desde la prehistoria de un devenir histórico común al resto de España, del mismo destino e idénticos avatares, de la misma empresa colectiva y multisecular en la que ha surgido la nación española. Y, en segundo lugar, que ese destino común a toda Vasconia no es óbice para que sea otra evidencia histórica la existencia de dos Vasconias bien diferenciadas: la primitiva Vasconia, el solar de los vascones prerromanos, es decir, las tierras de Navarra y noroeste de Huesca, muy vinculadas desde siempre al mundo del Ebro y al Mediterráneo, y las Vascongadas, la «Euzcadi» actual, que sólo tardíamente fue vasconizada y cuya historia ha estado siempre estrechamente ligada a la de Cantabria. Una y otra región han tenido y tienen rasgos comunes, pero, en lo esencial, dentro siempre de la unidad fundamental de los pueblos hispánicos, son más los rasgos diferenciadores que los unitarios, sin que hayan tenido nunca unidad política.
Sancho el Mayor. Rey de Navarra. Obra del s.XVII de Juan de Ricci. M.S.Millán de Yuso |
A pesar de ello, el nacionalismo vasco, ya desde la primera manifestación de Arana y Goiri en el año 1890, ha mantenido la tesis de que Navarra es una de las cuatro provincias evidentemente vascas de la Península, aprovechando cualquier coyuntura política favorable para su reivindicación. Ocurrió así durante el primer año de la II República, donde la alianza política del carlismo navarro y el nacionalismo vasco hizo posible la participación de Navarra en dos de los tres proyectos de autonomía vasca que se elaboraron en los años republicanos, como ha estudiado el hispanista S.G. Payne. El primer proyecto, el llamado Estatuto de Estella (septiembre 1931), fracasó por la oposición de la izquierda navarra y la derecha no carlista. Y, en enero de 1932, los ayuntamientos navarros se opusieron a un estatuto común con las provincias vascas, merced a la debilidad del nacionalismo vasco en Navarra y del sentido de identidad e integridad navarros, que quedaría, al menos parcialmente, diluido en un sistema vasco. Con la llegada de la democracia, tras el largo paréntesis de la dictadura, volvió el debate encontrándose los nacionalistas con la oposición del pueblo navarro, donde solo el 7 % definía su identidad primaria como vasca, más el combate intelectual galvanizado, entre otros, por la asociación denominada Comisión de Navarros en Madrid, así como por distintas personalidades donde sobresalió el espíritu combativo de don Claudio Sánchez Albornoz.
Hoy, sin embargo y como hemos referido, predomina el silencio ante las distintas y subrepticias tentativas como esta de la bandera, siendo impensable encontrar testimonios como la carta-testamento que dejó escrita el maestro en 1984, en la que se despedía animando a los navarros a defender su propia identidad: «Adiós a los navarros —comenzaba enérgico don Claudio, a pesar de su enfermedad y avanzada edad—. Desde lejos he seguido su lucha por resistirse a la incorporación a Euzcadi. Tienen toda la razón. La causa de ustedes es la mía, ¡adelante!, les asiste el derecho. Estoy con ustedes de corazón y no sólo por devota amistad y respeto a mi tradición familiar, sino por convicción histórica. No deben cesar en la batalla por conservar la personalidad de Navarra de tan limpia historia».
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