viernes, 19 de enero de 2018

Barcelona y Sevilla en el ideario republicano de un humanista español




La perfección del triunfo militar. Alonso de Palencia
Capítulo dedicado a Barcelona. Sevilla, 1490.
Preparando materiales para documentar mi próxima novela, me encuentro con los textos del humanista Alfonso de Palencia (1423-1492) en los subyace un perceptible sentimiento de frustración derivado, sin duda, del desajuste que se produce en el ánimo del escritor al entrar en pugna los paradigmas de su universo intelectual, que se había forjado en el decenio juvenil vivido en la sugestiva atmósfera de la Italia del Quattrocento, y la decepcionante realidad social, política y cultural que presenta la corona castellana cuando vuelve a la península. La espléndida Florencia (1439-1440) fue una extraordinaria encrucijada literaria donde se cruzaron las inquietudes humanísticas de un notable grupo de escritores españoles. Pero Tafur, Juan de Mena, Nuño Guzmán, Alonso de Cartagena, Sánchez de Arévalo son algunos, como el propio Palencia, de los que pasaron por allí y por diversas ciudades italianas, estableciéndose un fluido tráfico de ideas entre los eruditos de ambas penínsulas que tuvo como consecuencia más inmediata la notable repercusión del pensamiento ético italiano en el humanismo español, reconocido, entre otras cosas, en su pasión por la libertad como independencia política frente a todo tipo de tiranía.

De ahí que cuando Alfonso de Palencia elogia a alguna ciudad española estableciendo su medida con el referente florentino, hemos de interpretarlo en clave de su potencialidad para cumplir con ese ideal de humanismo cívico basado en la cultura republicana que inspira el ambiente político de las ciudades. A pesar de que la progresiva concentración del poder político en manos de la familia Médicis erosionó esas libertades republicanas, los intelectuales humanistas nunca renunciaron al enriquecimiento que representaba la participación ciudadana en el gobierno y organización de las ciudades.


Y para Alfonso de Palencia las dos únicas ciudades que reúnen las condiciones para poder cumplir esas expectativas son Sevilla y Barcelona, cifrando en ellas sus esperanzas de hacer frente a la corrupción e iniquidad real que el cronista dibuja con insistencia. En el caso de la primera, y aunque este hecho está aún sujeto a controversia historiográfica, nuestro humanista participó activamente en la formación de una cultura comunitaria que, a mediados del reinado de Enrique IV y aprovechando la coyuntura de la lucha entre arzobispos y distintos bandos de la oligarquía en la ciudad, explotaría de tal manera que incluso puso en grave peligro la pertenencia de Sevilla a la corona de Castilla. Aunque la admiración por Sevilla, su patria de adopción, rezuma por toda su obra, se hace explícita en su «Laudatio Hispalis», incluida en su obra Epístolas Latinas, mientras que la alabanza de Barcelona abarca un capítulo completo de su obra La perfección del triunfo militar, considerándola modelo de actividad mercantil y de esplendor urbano más cercano a las urbes italianas que a las de la corona castellana.






Esta es una obra protagonizada por unos personajes alegóricos que se van sucediendo durante un viaje desde España a Italia, dialogando con las personas que encuentran en el camino. Cuando el viaje llega a Cataluña, se detiene en Barcelona, donde el Ejercicio, que es el personaje alegórico, conversa con un ciudadano, «varón, de forma honorable y de gesto prestante en dignidad», presentándosele la ocasión de comprobar y ponderar las excelencias de aquellas tierras y de sus hombres, a quienes Palencia, por cierto, elogia en su Crónica de Enrique IV calificándolos como «los más sobrios de los españoles». Recalco lo de españoles, porque la transcripción del capítulo es todo un canto a la actualidad que, de no saber que estamos en el siglo XV —concretamente la obra se escribió en torno a 1459— parecería todo un alegato a la situación por la que atraviesa Cataluña. En primer lugar, el viajero se queda maravillado de la magnitud de la ciudad, de su situación, de sus riquezas y magnificencia de sus edificios hasta que encuentra al «varón honorable». Este lo toma por extranjero, a lo que tiene que advertirle que «yo soy español de la más extendida España, y vosotros los catalanes con razón poseedes nombre de españoles». Tras dejarle sentado que la ciudad resplandece «sobre las otras ciudades de España que yo fasta ágora he visto», le pregunta si en otro tiempo fue más rica o es en ese momento más floreciente. La respuesta del varón no tiene desperdicio: «Parece a los ciudadanos nuevamente venidos que ágora florezca, mas a nosotros que vimos la bienandanza de los tiempos pasados parécenos desdichada y cercana a perdimiento. E porque más derecha y provechosamente comprendas lo que dijere considera la esterilidad desta provincia. La cual en respecto de la más extendida España se puede llamar del todo sin fruto. Mas las loables costumbres de los moradores causaron abundancia a nuestra ciudad y todo su señorío. Los cuales, después por nuestro dolor a viendo declinado a errores y después a un viniendo de mal en peor, poco a poco se ha deformado el gesto de la ciudad. Decrecen las riquezas y disminuyese el trato. Ya los hombres usan mal de sus propiedades. Así que la ciudad solamente retiene una faz agitada, mas en lo al la enfermedad le amenaza muerte». Le anuncia, sin embargo, la esperanza de la próxima llegado de la flota mercante, repleta de mercaderías, así como la vuelta de la flota «enviada contra los turcos crueles», que ha resultado vencedora. El viajero le dice que «si viene con vencimiento, luego el triunfo acompaña la flota». A lo que responde el varón catalán, cargado de experiencia: «No acompaña siempre el triunfo a los vencedores, ca muchas veces nos acaece vencer a nuestros enemigos, mas nunca en mis días fue visto aver avido dellos triunfo en esta provincia».

En fin, la historia siempre nos enseña algo aprovechable si estamos atentos. Entre otras muchas cosas, de estas alabanzas del humanistas —aparte de la enigmática actualidad de algunas líneas—, sorprende que su elección selectiva —Sevilla y Barcelona— coincida con las dos ciudades españolas que han generado o cultivado una versión propia del chauvinismo excluyente o supremacista, como gusta decirse ahora. Barcelona sobre el resto del territorio nacional y Sevilla sobre toda Andalucía. Esto, en sí mismo no es un defecto, más bien una virtud pues los chauvinistas consiguen cosas que otros son incapaces de lograrlo —fijémonos en el 92, Olimpiadas y Expo—, pero, a veces, cuando se les va la mano, llegan a un nivel de esperpento que les aleja mucho del triunfo. Pueden vencer, pero no triunfar. Ojalá que Sevilla no siga la senda de esa ciudad y provincia mediterránea que otrora tanto maravillase al viajero, y esta vuelva a la senda de las «las loables costumbres de los moradores (que) causaron abundancia a nuestra ciudad y todo su señorío».



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